SALÓN DE BAILE


SALÓN DE BAILE
A diario paso por un bar enorme donde dice que sólo se escucha y se baila música de los ochentas, el sitio me atrae poderosamente porque la música que más disfruto es ésa, la de los ochentas, fue la época de mi adolescencia y con esas melodías se musicalizaron muchas de mis experiencias, lejos estaba yo de imaginar en aquella época que un día escucharía esa misma música en Estados Unidos, país del que sólo conocía a través de las revistas Cosmopolitan y Tú. Bueno y a través de algunas letras de las canciones de música pop cuya letra conseguía traducir.

Nacida en el departamento de Antioquia, donde la cultura ( al menos en aquella época) no giraba en torno a la rumba sino al dinero, no desarrollé interés por el baile, entre otras cosas era algo que me favorecía, porque estaba convencida que mi cuerpo no estaba diseñado para la danza a pesar de todo lo que me gustaba.

Llegar a Cali cambió las cosas para mí  al respecto. Cali es una ciudad rumbera, donde se vive la semana para ir a bailar el fín de semana, la cultura caleña gira alrededor de la salsa, si no puedes ir a un “ grill" como llaman ellos a las discotecas, las casas igual están equipadas con enormes y modernos equipos de sonido que le hacen la rumba al vecindario completo, porque en una ciudad como Cali, no se requiere tramitar permisos para cerrar una calle y convertirla en discoteca ambulante, ellos la llaman verbenas populares. Y quizá por esa pasión que hay por el baile y porque allá no se pasa a bachillerato sin saber los pasos básicos de salsa, es que esa ciudad se me antoja absolutamente sensual, tiene un aroma y una energía candente que enciende las hormonas. Cali es una ciudad donde los hombres la tienen fácil, porque el preludio de todo encuentro sexual es el baile, después de unas horas de danza, el plato principal de la noche no puede ser otro que esa lucha de dos cuerpos conquistando el sí de un orgasmo al unísono.

Las fiestas eran en las casas, los más adinerados eran socios de algún club social, donde bien podían hacer sus celebraciones, en todo caso esos clubs no estaban a mi alcance, yo no militaba en esas ligas, yo era una residente de la zona deprimida de Cali, donde sobrevivir era lo que nos mantenía vivos, porque no sabíamos si al día siguiente habría comida en nuestra mesa, la única certeza que teníamos era que si bien no había comida, el fin de semana no faltaría el aguardiente y la rumba, y eso justificaba cualquier hambre semanal, de todas maneras durante las verbenas populares los borrachos se volvían  más generosos y compraban pollo asado de kokoriko ( todo un banquete en aquella época) y comíamos pollo para saciar el hambre de la semana anterior y a veces hasta conseguíamos adelantarle algo al estómago para la siguiente semana.

Confieso que hubo una época en que pensaba que de éso se trataba la vida, que todos estábamos en el mundo librando la misma lucha por la supervivencia, eso fue antes de que llevaran la caja mágica llamada televisión a casa y yo viera otros referentes, empecé a conocer el mundo, y con ello los complejos de inferioridad y el dolor de la pobreza que antes parecía ser algo natural.

Las fiestas se organizaban en la sala de la casa, ésta era desocupada para rodearla de sillas donde se sentaban los invitados dejando la mayor cantidad de espacio disponible para azotar baldosa, como decían los caleños,  me gustaba sentarme a ver a las bellas caleñas bailar, era una manera de meditación para mí, lo hacían  tan bien que no me quedaba duda alguna de que el baile y más  aún la salsa, no era para mí. Y yo estuve bien con eso hasta que me enamoré de uno de los mejores bailarines de salsa que mis ojos  habían visto, él tambien se enamoró de mí, le importó poco o nada que no fuera caleña y que no bailara salsa. A partir de ese día, los salones de baile y las salas de fiestas familiares vacíos en espera de los invitados, se convirtieron en lugares temidos por mí , su enorme espacio era directamente proporcional al enorme vacío en la boca de mi estómago, porque significaba que en ése lugar yo no sería lo más  importante para mi bailarín, sino que lo sería  la mejor bailarina que nos tocara en suerte ésa noche. A menos claro está que yo me convirtiera en ésa mejor bailarina, algo que yo ya había postergado para mi próxima vida.

Con el tiempo aprendí a azotar baldosa, literalmente, porque salsa como tal nunca aprendí a bailar, desarrollé más gusto por el merengue cuyo ritmo se me facilita más seguir dada mi estructura ósea, pero el recuerdo tortuoso de ver aquel enorme salón de baile robarme la tranquilidad y la seguridad emocional es una marca que conservo en mis memorias corporales, por eso me sigo sintiendo tan atraída por regresar a un salón de baile con este nivel de consciencia que tengo ahora y reunirme con ese pasado que a veces me parece tan lejano que hasta creo que lo viví en una vida pasada, y de ser así, quizá sea hora de empezar a aprender a bailar salsa.


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