EL FINO ARTE DE NO HACER NADA.


Durante mi niñez había poco que hacer, el ocio era obligado, al menos en los pueblos en donde solía vivir y que ni parques de recreación para niños tenían. Uno mismo se ingeniaba el "Mataculín" poniendo una tabla incrustada en el tallo de un árbol que había cortado en el patio de la casa, se ponían un par de cojines  a lado y lado de la tabla, se sentaba uno en un extremo y el invitado en el otro extremo, mientras el uno volaba alto el otro aterrizaba, así aprendimos a compartir y a tener que vivir las dos experiencias en pro de la diversión.

No solía tener muchos invitados en casa, por lo que el tiempo a solas sin nada que hacer, convertía los días en interminables horas que me hacían dudar de que en efecto solo fueran  24 y no más. Pero en el ocio aprendí a observar los hormigueros, y el movimiento de sus habitantes, imaginaba que estaban organizadas como nosotros en el pueblo, que tenían un alcalde, un cura y profesores, me divertía pensando cual sería la directora de la escuela, y así le asignaba una profesión a cada hormiga, sólo que como se parecían tanto, si las perdía de vista un par de segundos luego no sabía dónde estaba el profesor de español. También me gustaba pensar que ellas me podían ver como una suerte de Dios, después de todo yo tenía el poder de aplastarlas si era que se portaban mal, tal y como me lo habían enseñado en religión, pero no podía imaginarme haciéndoles daño, por lo que pensé que no tenía mucho talento para eso de ser Dios, indudablemente había que des sensibilizarse para hacerlo y vigilar los actos de las hormigas, juzgarlas y castigarlas. Lo que si pude hacer fue premiar a algunas por su buen comportamiento, dándoles migas de pan que ellas transportaban para compartir con las demás. Mi relación con las hormigas fue muy especial gracias al ocio.

Después de las hormigas adopté los gusanos de las eras de col que mi madre sembraba en el patio, eran una suerte de gusanos de aspecto desagradable, justamente como lo debía ser yo para aquellos que me rechazaban o se burlaban de mí, lo cual me dio destrezas de empatía con ellos, incluso de tanto observarlos, un día ya no me parecieron desagradables, sino diferentes, eso fue esperanzador ¿Qué tal que a la gente le pasara lo mismo conmigo, y de tanta convivencia en un pueblo tan pequeño  un día ya no les pareciera desagradable sino simplemente diferente?

El ocio me permitió también ejercitarme como alpinista trepando un enorme árbol de naranjas que había en el patio y desde donde bajábamos a diario diez naranjas para hacer el jugo del desayuno, 5 naranjas para el jugo de mi madre y 5 para el mío, el mejor jugo que me he tomado en mi vida, ahora cuando evoco aquel árbol, no puedo más que agradecer su generosidad, pues no recuerdo que nos haya faltado naranjas un sólo día de aquellos 3 años que vivimos en aquella casa. Conquistar la cima de aquel árbol me permitía observar  el pueblo desde otra perspectiva, desde arriba todo era más pequeño, incluso los problemas, mis vecinas que salían a lavar la ropa al lavadero de repente no eran tan altas e imponentes desde mi vista, y la profesora Aydee una mujer de piel oscura tosca y agresiva, parecía más dulce si la miraba desde el árbol, entonces la llamaba y le lanzaba unas cuantas naranjas y ella me premiaba con su amplia sonrisa, creo sin lugar a dudas que fueron las únicas vacaciones que le dio a su blanca dentadura. Aprendí en aquel árbol que las personas y las cosas no son siempre las mismas, que todo depende desde donde las miremos, había más esperanzas para mí, ahora podría esperar ese momento en que una masa crítica del pueblo se cambiara de posición para verme.

Todos estos recuerdos me han asaltado en estos días en que he pensado que el mundo necesita más ocio, tenemos una cultura tan ocupada, hay una obsesión por estar ocupados, incluso cuando la gente está descansando están en su teléfono  celular mirando redes sociales, o viendo la televisión, o leyendo, o conectados a un aparato de música, es como si simplemente sentarse a hacer nada fuera algo a lo cual temerle. No tener planes puede incluso desatar pánico.

Estoy practicando  tener ratos de ocio, a sentarme simplemente a hacer nada, a mirar al infinito y tropezarme con algún objeto que me arroje algún dato que no esté configurado en el sistema de creencias colectivo, a estrellarme con mis diálogos internos y descubrir que quizá no sean tan bonitos, o por el contrario sorprenderme con un monólogo interior que me hace infinitamente más feliz que participar de una conversación grupal donde todos se pelean por puntos de vista porque carecen del suficiente ocio para reunirse con lo mejor de sí mismos.

Es terrible estar en ocio, es terrible saber que hay un celular que puede estar sonando para rescatarnos de nosotros mismos, que hay un televisor esperando para mostrarnos la imagen del mundo ideal, que hay un libro con una historia congelada esperando para que le demos vida con nuestra imaginación, que hay mucha gente esperando para hablar, por la mera costumbre de hacerlo aunque no haya nada importante que decir, que hay un aparato de música silenciado a voluntad con miles de notas esperando ser audibles para nosotros. Es terrible saber que de alguna manera en los momentos de ocio el mundo se apaga para nosotros, aunque a decir verdad lo más desgarrador es pensar que somos nosotros los que nos apagamos temporalmente para el mundo a través del ocio, es como vivir un simulacro de la muerte, no hacer nada es tan espantoso como morir al ser que creemos ser, para nacer  al que podemos llegar a ser.

Comentarios

Carlos Dario Madrigal ha dicho que…
Que escrito mas hermoso!! Hace tiempos no leo tus escritos! Aprendo mucho de su estructura. Me fascinó la perspectiva desde el árbol de naranja. El ocio es la oportunidad para acercarnos a nosotros mismos. Gracias por compartir!

Carlos Dario Madrigal

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