LOS HIJOS


A mi hija para que la comprensión nos abrace y recuerde siempre que lo bueno y lo malo, siempre ha sido un pacto de almas, que nada nos debemos.


Los hijos brotan de nuestras entrañas como hojas de nuestro enorme árbol genealógico, como frutos de nuestros ancestros, con una información genética de la que desconocemos bastante, no obstante   creemos saber todo de ellos por ser “nuestros”, nos concebimos soberanos de sus pequeños mundos, y de alguna manera lo somos, al menos mientras les ayudamos a abrirse paso por el mundo. Durante su niñez los vemos como miniaturas nuestras, como esa segunda oportunidad que nos dio la vida para resarcir nuestros errores y construirnos a nosotros mismos en ellos, nos cuesta reconocer y respetar su individualidad, tenemos el aval social que dicta que nos deben obediencia, y “por su bien” manipulamos (al menos tratamos) su existencia para que se conviertan en una mejor versión de nosotros mismos, a veces hasta elegimos la profesión que deben tener. Tácitamente les imponemos la orientación sexual, abonamos esa semilla diariamente con conversaciones rutinarias en donde ostentamos omnipotencia dictaminando lo que es correcto y lo que no lo es. Construimos de esa manera un sistema básico de creencias y lo llamamos formación, aunque en ese sistema está impreso un significativo porcentaje de nuestros errores, de esos de los que nunca nos hemos querido hacer cargo; pero que seguimos diseminando cual virus en nuestras futuras generaciones.

Pero la libertad espera por ellos en la adolescencia, o al menos lo que ellos consideran libertad, los grilletes de la disciplina familiar  les empiezan a incomodar y ellos los liberan con la rebeldía en el mejor de los casos, cuando no es con drogas, prostitución o vida delictiva, entonces nos quejamos, y lanzamos el “porque a mí”. Porque cada uno nos hemos considerado padres ejemplares, padres maravillosos que le dimos lo mejor de nosotros a ellos, y es posible que así haya sido, sólo que ellos son almas independientes para quienes nuestros modelos educativos no necesariamente son los mejores. Ellos tienen el derecho al error tanto como nosotros tenemos la obligación de respetar esos errores en aras de colaborar con su verdadero aprendizaje.

La entrada a la madurez, desgarra finalmente el velo de la ilusión, nuestros hijos han construido su propia identidad y su personalidad con los trozos de creencias sociales recogidos durante su corta travesía por la vida, ya no flotan sólo nuestras enseñanzas, se les han unido las de los amigos, la escuela y su propia apreciación del entorno, así se hacen a una perspectiva del mundo y de sí mismos que dista mucho de la que les entregamos cuando eran niños. De repente nos sentimos perdidos ante sus comportamientos, llenos de interrogantes, adoloridos con la ruptura de nuestras expectativas, cuestionando que hicimos mal y porque nuestros hijos son tan distintos a lo que imaginamos que serían. Algunos no sé si, con mayor o menor suerte, se reconocen a sí mismos en los comportamientos de sus hijos, sus expectativas son plenamente satisfechas y orgullosos pueden decir que le cumplieron a la vida con la buena educación de sus hijos. La verdad es que nos consideramos buenos o malos padres dependiendo de la satisfacción de nuestras expectativas puestas en ellos. Con el paso de los años, esos hijos que supieron adaptarse a lo que se esperaba de ellos, comprenden que se abortaron a sí mismos en el proceso de satisfacer a padres coercitivos, y  tarde o temprano pasan factura. Eso sucede porque lo apenas natural es que nuestros hijos se conviertan en desconocidos para nosotros, sólo así sabremos que le hemos abierto la brecha en éste mundo a otro ser humano, no a una extensión de nosotros mismos, quizá porque el verdadero valor de ser padres no es tanto nutrir y cuidar, como lo es comprender ésta compleja dinámica en donde se nos manda un ser con toda nuestra información genética para que se convierta en un ser completamente desconocido al que tendremos que aprender a amar.


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