EL SEXO, EL AMOR Y OTRAS MENTIRAS.

 

A los veintiocho años empezó mi adolescencia tardía. Durante la edad en que cronológicamente se daba mi adolescencia no tuve el valor de vivirla, estaba ataviada de miedos, complejos y consecuencias del manoteo que sufría en la calle y en la escuela y que cargué por muchos años como si fueran verdades incuestionables. 

En mi adolescencia nunca visité una discoteca. esos lugares me aterrorizaban, eran el sitio propicio para derrochar sensualidad y exhibir un cuerpo espectacular que yo no tenía.  Bailar con las caderas dislocadas, parecía tan descabellado que con sólo pensarlo podía escuchar el eco de las burlas de la gente, por eso me mantuve a salvo de esos espacios, lo que fortaleció otro tipo de gustos. Llené mi vida con la lectura, la escritura, la música clásica y el disfrute de la naturaleza, con lo cual fui considerada una chica aburrida y con poco que aportarle a una relación. 

Estuve parada en el precipicio de las drogas todo el tiempo, era como si fuera una suerte de prueba con la que el universo medía mi fuerza de voluntad, pues la mayoría de la gente con la que me relacionaba consumía alguna sustancia y se me ofrecía como la panacea de la felicidad. Pero yo nunca tuve que librar batalla alguna con las drogas porque ni siquiera me tentaban, me eran completamente indiferentes. Ver en lo que se convertían mis amigos cuando estaban drogados me hacía sentir repudio por las drogas, lucían tan mal, tan feos, pero sobre todo con tan poco dominio sobre si mismos que me parecían lo más antiestético que había visto. Además sabía que consumirlas no cambiaba mis circunstancias reales, así que me parecía carente de practicidad. 

A los 28 años decidí darle a mi vida aquello de lo que había carecido, me convertí en una visitante frecuente de las discotecas, opté por las discotecas gays, me resultaban tan confortables, podía bailar a mi particular manera y no era notada por nadie, los chicos estaban pendientes de otros chicos, no de mí. Eran épocas en que las lesbianas visitaban poco estos lugares, usualmente habían discotecas de sólo mujeres y discotecas de sólo hombres, por lo que yo era inusualmente una mujer heterosexual entre una manada de gays, pero la mejor parte de ir a discotecas gays era que no era vista por los hombres como un trozo de carne destinado a darles placer, era vista como un ser humano que se quería divertir. Debo decir que mis mejores compañeros de aquella adolescencia tardía fueron mis amigos gays, a quienes llegué a venerar.

No obstante con frecuencia en medio del bullicio de la discoteca me paraba a solas en algún lugar desde donde pudiera tener una panorámica de la pista de baile y me preguntaba ¿qué hacía yo en aquel lugar? ¿Qué era eso que hacía que perdiéramos horas valiosas de sueño y de juventud en una diminuta sala moviéndonos como chimpancés en sus jaulas? entonces me acudía una sensación de inutilidad y una auto compasión infinita, debíamos estar muy vacíos para no sólo perder valiosas horas de sueño, sino que además pagábamos por ello, consumíamos licor, una sustancia nada amigable con el cuerpo para falsificar una alegría que pensábamos que era felicidad.  Pero ¿era aquello felicidad? No lo creía, sobre todo porque duraba muy poco y la felicidad que dura poco sólo es placer. 

Aún consciente de lo frívolo que era visitar discotecas y sumergirme en las actividades colectivas de “diversión” seguía frecuentando aquellos lugares, como si fueran parte de una lista de cosas por hacer en ésta vida y tuviera que chulear esa actividad de mi lista. Confieso que me dio muchos temas para escribir y esa era mi particular manera de capitalizar aquellas prácticas que no me reportaban mucho.

Nunca conocí una sola persona interesante en una discoteca, allí constaté que los hombres interesantes no me interesaban y que los que me atraían sexualmente no eran para nada interesantes, siendo como era una chica de pensamiento profundo esto no parecía tener sentido, tardé unos cuantos años en comprender que durante la mayor parte de nuestras vidas quien elige el compañero sentimental no es nuestro mejor juicio o nuestra parte racional, sino nuestras hormonas. Somos un manojo de terminaciones nerviosas a merced de un entorno plagado de energía sexual, así que es de esperarse que uno caiga en desgracia afectiva pero eso si en una buena cama. 

Siendo jóvenes las mujeres estamos a merced de nuestro ciclo hormonal, por lo que la mayor parte del tiempo estamos en el modo arpías, pensando que somos nuestros pensamientos y nuestros pensamientos están plagados de sensaciones corporales que son mentira, pero que ignoramos que lo son.

Los hombres mientras tanto están dominados por su testosterona, quien selecciona las presas, y digo presas porque la testosterona ama el plural, y eso es algo que me costaba entender  ¿Porqué si los hombres se ven en aprietos para levantar su erección para una segunda y tercera vez en una sola jornada sexual, porqué desean más de una mujer, si no pueden satisfacer a una, cómo esperan satisfacer a varias? luego comprendí que era cuestión de practicidad, quedar bien con cada una por separado. 

La diferencia entre hombres y mujeres radica en que, las mujeres amparadas por la menopausia conseguimos un punto de equilibrio, dejamos de producir esas sustancias que nos tornan tan malvadas ciertas fechas al mes, adquirimos una seguridad sexual asombrosa y por ende un mayor disfrute, por fin elegimos con quien hacerlo, no somos más elegidas. Los hombres en cambio siguen a merced de su testosterona en mayor o menor medida, queriendo tener más de lo que en realidad pueden abarcar, el sólo hecho de seguirse reproduciendo a edad avanzada les da la falsa sensación de potencia sexual. Por lo que un tipo que embaraza a una mujer en sus sesenta años de edad, retoma la vitalidad mental que seguramente le otorga cierta vitalidad sexual, al fin y al cabo, todo es mental.

Para mí ser joven no tuvo nada de espectacular, más que tener la piel lozana y más cabello del que tengo ahora, al margen de eso, he vivido mejor y más placenteramente en la edad madura, con menos colágeno, menos curvas, cabello más corto pero ideas más largas y una inteligencia que he derrochado en todas las áreas de mi vida.

 Descansé cuando dejé de ver a las demás mujeres como enemigas en el campo de batalla masculino, y  pude verlas como arpías temporales iguales a la que fui antes, cuando las hormonas me jugaban tan malas pasadas. Pero sobre todo empecé a percibir a los hombres como nuestros iguales, con limitaciones, ya no más como esos superhéroes invencibles y difíciles de conquistar, comprendí que ellos son básicos, pero más felices que nosotras porque han encontrado métodos fáciles para obtener el placer que el cuerpo les pide, pero tienen claro que eso ni es amor ni es felicidad.  

Hubiera valorado mucho recibir una clase de educación sexual, y que se me hubiera dicho con toda franqueza que el deseo sexual es una necesidad básica del ser humano, como lo es el hambre, la sed o el descanso. Y que no tenía que enamorarme para obtenerlo, ni mucho menos traficar con los sentimientos para satisfacer la doble moral de la sociedad. 

Si yo hubiera sabido lo que sé ahora del sexo, el amor y otras mentiras, habría canalizado mi energía en formarme como ser humano y en ser más productiva económicamente. Pero se han preguntado ¿cuánto tiempo y energía invierte una persona en perseguir la satisfacción sexual pensando que sólo así encontrará al amor de su vida? 

 


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