LAS COSAS QUE MI MADRE NUNCA SUPO
A menudo cuando recuerdo a mi madre, pienso en las cosas que ella nunca supo
de mí, como cuando vivíamos en Gómez Plata, una población separada de Medellín, por tres horas en carretera, donde
empezó mi adolescencia y yo departía con
dos amigas con quienes me llevaba muy bien. Nos gustaba juntarnos en mi casa
que estaba cerca del parque del pueblo, solíamos sentarnos en el andén de la
casa y nos dejábamos capturar por la presencia de Josesito, el mensajero del
telégrafo y de la telefonista, la única oficina de teléfonos en el pueblo, allí
se recibían las llamadas de la familia que vivía en la ciudad cuando una buena
o mala noticia lo requería, pues eran tiempos en que una llamada telefónica
costaba tanto que la gente sólo lo usaba lo estrictamente necesario. Quién sea que llamaba tenía que quedarse
esperando hasta que Josesito fuera a la casa de la persona a avisarle que tenía
llamada, entonces la gente salía corriendo y atravesaba el parque del pueblo
para tomar la llamada esperando que no se hubiera cortado o que el del otro
lado no se hubiera cansado de esperar, en cuyo caso dejaba el mensaje con la
telefonista que lo escribía literalmente en un papelito que luego le entregaba
al destinatario.
Lo que hacía valiosos los servicios de Josesito era que a pesar de ser invidente, se sabía el pueblo de memoria, y
cumplía con su labor de mensajero mejor que cualquier vidente y sólo con la
ayuda de su bastón. Era un hombre de unos 35 años, fornido, de nariz y mentón
prominente, que siempre tenía el rostro de un brillo grasoso y que tenía un
color de piel precioso, un dorado bronceado que no parecía ser obtenido por el
sol, sino por obra y gracia de la genética. Cada vez que Josesito pasaba por la
casa (usualmente después de entregar el mensaje) nosotras lo llamábamos y nos
deleitábamos describiéndole como estábamos vestidas, exagerábamos con el ruedo
de la falta y con la sisa de las blusas, solíamos pintarle escotes donde no los
había y color de labios de un rojo que nadie en el pueblo tenía, sólo por el
placer de ver crecer una poderosa erección debajo de sus pantalones que
anunciaba una herramienta tan voluptuosa que hubiera hecho perfectamente feliz
a las solteronas Restrepo, dos hermanas cuarentonas que siempre que se
encontraban con uno solían sacar en medio de la nada durante la conversación
una muletilla por la que se hicieron famosas “ Ah que pereza los hombres
¿oístes vos, qué tienen los hombres?”.
Cuando su pene había conseguido suficiente erección Josesito solía decirnos
con la respiración agitada y la voz temblorosa “¿Qué más? ¿Qué más? Sigan
muchachas sigan” pero nosotras soltábamos una estridente carcajada y nos
burlábamos de él, sin saber que para él, ese momento era un perfecto coito del
que no precisaba más cuerpo que el que estábamos dibujando en su imaginación y
que su insistencia en hacernos hablar más no era otra cosa que una urgencia por
intensificar más su excitación y obtener una eyaculación privilegiada para un
hombre que en condiciones normales siempre
precisa una mano o un orificio para lograr su orgasmo, y que él aparentemente
podía conseguirlo prescindiendo del roce con alguna piel o de un cuerpo lleno
de agujeros eróticos.
Fui yo, con ese instinto investigador y que me haría luego una excelente
autodidacta, quien lo descubrió, que la
cosa no terminaba con un pene apuntando al frente y rígido como un poste, que
tenía que soltar suficiente líquido para que el pene retomara su tamaño normal
y él hubiera realmente visitado un trozo de cielo. Entonces se lo conté a mis
amigas y así supimos que si obedecíamos a Josesito cuando afanosamente nos
preguntaba “¿Qué más muchachas?” podíamos no sólo llevarlo de paseo por el
paraíso sino que nos hacíamos más experimentadas en sexo teórico sin haber
tenido que descender a categoría de
putas, de esa manera nos hicimos las masturbadoras orales de Josesito
(entendiéndose orales como el uso de la voz únicamente como instrumento sexual)
Nunca supimos si el líquido copioso que traslucía los pantalones de
Josesito, luego de que su rostro se enrojecía completamente para luego quedar
completamente pálido, era semen, o era simplemente su líquido lubricante, lo
cierto es que en adelante Josesito solía pasar a diario por la casa y por esa
aguda percepción de los invidentes, sabía cuando estábamos reunidas y cuando
no, incluso si guardábamos silencio, algo que seguramente formaba parte de su
preludio sexual, esa inquietud por descubrirnos sólo con el poder de su olfato
instintivo. Todas fuimos abandonando el pueblo sin haber revelado jamás el
secreto de que le dábamos el máximo placer que podíamos a Josesito
en la acera de mi casa, y que él en complicidad con ese secreto
solía cargar un enorme pañolón gris multiusos porque además de que le servía de bufanda, se limpiaba el
misterioso líquido y luego se lo amarraba magistralmente alrededor de su
pelvis, entonces se marchaba con una sonrisa de satisfacción y de agradecimiento
y se perdía en la calle que lo conectaba con el parque. Seguramente que si el pueblo lo hubiera
sabido nos habrían tildado de trabajadoras sexuales, por más que nosotras nos
sentíamos trabajadoras sociales, en un pueblo que no tenía calle del pecado por
lo que los hombres solteros “resolvían” gracias a su buena suerte.
No sé porque nunca le conté de esta aventura a mi madre, que con el tiempo
me demostró que a pesar de nuestra amplia brecha generacional, tenía la mente
lo suficientemente abierta para escuchar esa y otras travesuras más.
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