ONCE AÑOS SIN ELLA Y CONTANDO.
Hace 11 años el 7 de agosto también fue un sábado y
salí de Miami con el alma en las manos llevada por esa intuición poderosa que
siempre he tenido y que nunca me falla. Mi madre había tenido una cirugía que
no implicaba riesgo alguno hacía un par de semanas, pero aquel día al
escucharla en el teléfono supe que la luz de su vida se estaba apagando.
Algunos pensaron que exageraba, que la imaginación de escritora me estaba
engañando. Ese día Uribe estaba llegando a Medellin luego de entregar la
presidencia al mismo tiempo que yo trataba de hacer una conexión para llegar a
Cali. Por asuntos de seguridad no parecía posible para mi llegar ese día a
Cali. Un amigo me arregló un viaje en un fokker, y recuerdo que en el viaje
pensé que su nombre debía venir de la palabra "fuck" porque fue un
viaje temerario, pero que me permitió compartir con mi madre sus últimas 36
horas de vida.
No puedo pensar en nadie que haya sido mejor madre
que la mía, de hecho siempre pensé que llevarse bien con la madre era lo más
normal del mundo, supe tardíamente que hay madres que no cumplen con esa gran
expectativa del rol materno. Siempre pensé que mi madre era una suerte
de ser inmortal, quizá porque fue tan fuerte y tan guerrera, porque enfrentó
tantas batallas de las cuales siempre salió airosa, claro menos de la batalla
del amor, esa, al igual que yo, jamás la ganamos. Ella depuso sus armas y
renuncio al amor por físico cansancio y yo descubrí muchas cosas al respecto
que no se pueden decir en voz alta y que le trajeron paz a mis sentidos dejando
el ideal de amor romántico en el pasado.
Uno de los regalos más hermosos que me dio mi
madre, me lo dio a los 17 años, yo era una adolescente irreverente que no tenía
que acudir a la rebeldía porque mi madre siempre respetó mi derecho a la
diferencia, lidiaba desde mi nacimiento con una luxación bilateral de cadera
que no hace para nada estética mi manera de caminar por lo que mi medico
ortopédico, algunos de mi familia, mis maestros y mi entorno social me trataban
como a una persona limitada físicamente que no podía practicar deportes. Pero a
pesar de todo esto, mi madre respondió con un “SI” rotundo a lo que para todos
era la petición más descabellada que
pude hacer: unos patines y una inscripción en la liga departamental de patinaje.
Un regalo que no sólo era costoso en términos de “seguridad” física para mí,
sino que económicamente era muy costoso en aquella época, mi madre debió
ahorrar algunos meses antes de poderme complacer con aquel regalo.
Todavía recuerdo la manera tan desproporcional
como palpitaba mi corazón cuando tuve los patines en mis manos que parecían más
grandes que yo misma, ahí estaba yo, enfrentada a la certeza que tenían los
demás acerca de mis limitaciones, y a la convicción absoluta de que los limites
están en la mente; y que quién me llamaba al patinaje no era mi cuerpo sino mi
alma infinita demostrándome que no hay límites más que en la mente de quién les
da vida.
Yo misma dudé muchas veces de que podría hacer que
mi cuerpo rodara sobre aquellas ocho ruedas, no obstante podía sentir la fe de
mi madre como la mía propia, y me lancé al precipicio del temor y a la batalla
entre la mente limitada y el espíritu ilimitado. Y conquisté mis temores, no
sólo aprendí a patinar perfectamente, sino que me convertí en una celebridad
junto con mi amigo Jader. Conformamos un dúo que conseguía reunir buen público
en el patinódromo de la ciudad cada fin de semana y éramos aplaudidos por los
actos de acrobacia sobre ruedas. Ignoro lo que significaban aquellos aplausos
para Jader, para mí no eran aprobación social o reconocimiento público, fueron
mi primera prueba de que quién patinaba no era mi cuerpo, sino mi espíritu.
Volé literalmente en aquellos patines pero sobre todo volé por encima de los
limites que se me habían impuesto en nombre de la ciencia y contra todo pronóstico
de poderme movilizar sobre ruedas, teniendo en cuenta lo difícil que era
movilizarme sin ellas, pero lo conseguí.
Así de nutritiva fue mi madre, lloro mientras escribo
éstas líneas, mientras su recuerdo se apodera de mí, que es casi a diario,
lloro porque sigo insistiendo en que algunas madres se les debería otorgar la
inmortalidad o cuando menos la vida suficiente para seguirnos alimentando el
resto de nuestras vidas. Mi madre dejó mi camino lleno de semillas, algunas tan
imperceptibles que exigen de mi un esfuerzo inmenso para detectarlas, otras que
han florecido ante mis ojos y que tienen su nombre tatuado en cada uno de sus
frutos. Lo que más lamento de su partida es saber que aunque nos encontraremos
en futuras vidas, no podré reconocerla con esa figura tan particular y esa auto
valía de la que gozaba y que fue a prueba de fuego. Cada vez que me debilito y
mi fuerza interior es amenazada aparece el recuerdo de mi madre y su infinita fortaleza
alentándome a seguir viviendo de la mejor manera. Siempre he dicho que he
tenido una vida muy difícil, que no hubiera sido posible vivirla sin la guía de
una mujer como lo fue ella, se podrán imaginar lo que debe ser para mi seguir
viviendo sin ella.
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