LA CENICIENTA DESCALZA
Apareció mi ex novio, después de veintisiete años de no vernos, por obra y gracia de Facebook, vino para reclamarme porque lo abandoné sin decir una sola palabra en el mejor momento de la relación y cuando él me consideraba su novia, como no le he podido responder le debo este artículo a él; y me lo debo a mi misma porque ha sido toda una experiencia de aprendizaje.
En aquella época él era una especie de príncipe azul, el hombre prometedor, comúnmente llamado buen partido para el cual hemos sido entrenadas las mujeres desde que nacemos; y yo sólo era una niña de familia pobre que apenas si sobreviviamos con el sueldo de profesora de mi madre. Al menos así era como yo veía el panorama en aquel entonces. El era un montón de estratos sociales más altos que yo; y yo había almacenado muy bien aquella información de que los pobres no se mezclan con los que no lo son, había escuchado a mis tías decir muchas veces que la historia de la cenicienta sólo había pasado una vez, cuando le pasó a ella ( a la cenicienta) y que los príncipes como el de la cenicienta estaban destinados a mujeres de clase socioeconómica alta, porque es que príncipes como él, fijándose en pobretonas, solo había ese, que residía en la imaginación del escritor del cuento.
No recuerdo cuanto tiempo salí con él, pero fue bastante, y estuve tan enamorada como para perder un vuelo por regresar a pasar una noche a su lado de nuevo. Otras cuantas locuras aplicaron en aquella época, locuras que según él, le daban a mi alma aventurera más atractivo del que tenía mi cuerpo y que eran de las que él estaba tan enamorado. Cuando mis sentimientos estaban rebosando, preferí marcharme de su lado que darle la lata con la neurosis y la inseguridad propias de una joven que además de pobre y acomplejada por serlo, estaba estrenando hormonas y apenas si sabía como manejarlas. Pensé que una despedida digna podría ser marcharme de su vida y borrar toda huella que lo condujera hasta mí, y por lo visto lo conseguí, tardó veintisiete años en localizarme y de no existir Facebook, posiblemente nunca más me hubiera localizado.
Ahora cuando hablo con él y desnuda para mi sus sentimientos y me muestra al hombre que no quise ver en aquel entonces porque estaba protegiéndome del dolor emocional que pensé que me propiciaría un abandono o un engaño, me parece reconocer en sus palabras al mismo hombre enamorado de aquel entonces, al mismo hombre transparente que siempre jugó limpio conmigo, y me apena enormemente haber pactado con el sistema de creencias de un grupo de mujeres que tenían una visión tan pobre del amor y de las diferencias sociales de la gente. Aunque sé que nuestros planes de vida se desarrollaron como tenía que ser, es inevitable que piense en cuantas cosas me habré perdido porque pacté con sistemas de creencias de otros y no me a venturé a correr el riesgo de saber que había de verdad en aquellas creencias.
No siempre la experiencia de los demás se convierte en sabiduría, de hecho la sabiduría no es usar lo que aprendemos para temer y sembrar temor en los demás, sino cuando a pesar de lo dolorosa que resulte una experiencia, nos negamos a rendirnos ante el dolor y probamos de nuevo con un nivel de consciencia distinto, somos más sabios cuando no sesgamos a los demás con nuestras malas experiencias y los animamos a que prueben por ellos mismos que son capaces de encontrar en cada experiencia. Muchas veces me pregunto si cuando alertamos a los demás para que no se arriesguen a vivir ciertas experiencias, estamos siendo más impulsados por la envidia y el temor a que ellos sean más exitosos que nosotros, que por el deseo de evitarles una experiencia dolorosa.
Y por crudo que pueda parecer, cada día siento menos deseos de evitarle dolor a la gente, porque sólo quien pasa por la poderosa experiencia de correr el riesgo de que las cosas no le salgan bien tiene la oportunidad de crecer y madurar.
Aunque no me puedo quejar porque he tenido otros príncipes azules que han pernoctado en mi palacio, esta historia me ha enseñado que los príncipes azules si existen y que si no nos convertimos en princesas es porque nuestra tendencia siempre será a creer más en las verdades de otros que en la verdad que todas llevamos dentro, porque le otorgamos más poder a lo que todos dicen que a lo que grita desde el fondo un corazón enamorado.
Mi moraleja personal es que para ser cenicienta y encontrar un príncipe azul debemos quitarnos los zapatos conceptuales y echar a andar por el mundo descalzas.
En aquella época él era una especie de príncipe azul, el hombre prometedor, comúnmente llamado buen partido para el cual hemos sido entrenadas las mujeres desde que nacemos; y yo sólo era una niña de familia pobre que apenas si sobreviviamos con el sueldo de profesora de mi madre. Al menos así era como yo veía el panorama en aquel entonces. El era un montón de estratos sociales más altos que yo; y yo había almacenado muy bien aquella información de que los pobres no se mezclan con los que no lo son, había escuchado a mis tías decir muchas veces que la historia de la cenicienta sólo había pasado una vez, cuando le pasó a ella ( a la cenicienta) y que los príncipes como el de la cenicienta estaban destinados a mujeres de clase socioeconómica alta, porque es que príncipes como él, fijándose en pobretonas, solo había ese, que residía en la imaginación del escritor del cuento.
No recuerdo cuanto tiempo salí con él, pero fue bastante, y estuve tan enamorada como para perder un vuelo por regresar a pasar una noche a su lado de nuevo. Otras cuantas locuras aplicaron en aquella época, locuras que según él, le daban a mi alma aventurera más atractivo del que tenía mi cuerpo y que eran de las que él estaba tan enamorado. Cuando mis sentimientos estaban rebosando, preferí marcharme de su lado que darle la lata con la neurosis y la inseguridad propias de una joven que además de pobre y acomplejada por serlo, estaba estrenando hormonas y apenas si sabía como manejarlas. Pensé que una despedida digna podría ser marcharme de su vida y borrar toda huella que lo condujera hasta mí, y por lo visto lo conseguí, tardó veintisiete años en localizarme y de no existir Facebook, posiblemente nunca más me hubiera localizado.
Ahora cuando hablo con él y desnuda para mi sus sentimientos y me muestra al hombre que no quise ver en aquel entonces porque estaba protegiéndome del dolor emocional que pensé que me propiciaría un abandono o un engaño, me parece reconocer en sus palabras al mismo hombre enamorado de aquel entonces, al mismo hombre transparente que siempre jugó limpio conmigo, y me apena enormemente haber pactado con el sistema de creencias de un grupo de mujeres que tenían una visión tan pobre del amor y de las diferencias sociales de la gente. Aunque sé que nuestros planes de vida se desarrollaron como tenía que ser, es inevitable que piense en cuantas cosas me habré perdido porque pacté con sistemas de creencias de otros y no me a venturé a correr el riesgo de saber que había de verdad en aquellas creencias.
No siempre la experiencia de los demás se convierte en sabiduría, de hecho la sabiduría no es usar lo que aprendemos para temer y sembrar temor en los demás, sino cuando a pesar de lo dolorosa que resulte una experiencia, nos negamos a rendirnos ante el dolor y probamos de nuevo con un nivel de consciencia distinto, somos más sabios cuando no sesgamos a los demás con nuestras malas experiencias y los animamos a que prueben por ellos mismos que son capaces de encontrar en cada experiencia. Muchas veces me pregunto si cuando alertamos a los demás para que no se arriesguen a vivir ciertas experiencias, estamos siendo más impulsados por la envidia y el temor a que ellos sean más exitosos que nosotros, que por el deseo de evitarles una experiencia dolorosa.
Y por crudo que pueda parecer, cada día siento menos deseos de evitarle dolor a la gente, porque sólo quien pasa por la poderosa experiencia de correr el riesgo de que las cosas no le salgan bien tiene la oportunidad de crecer y madurar.
Aunque no me puedo quejar porque he tenido otros príncipes azules que han pernoctado en mi palacio, esta historia me ha enseñado que los príncipes azules si existen y que si no nos convertimos en princesas es porque nuestra tendencia siempre será a creer más en las verdades de otros que en la verdad que todas llevamos dentro, porque le otorgamos más poder a lo que todos dicen que a lo que grita desde el fondo un corazón enamorado.
Mi moraleja personal es que para ser cenicienta y encontrar un príncipe azul debemos quitarnos los zapatos conceptuales y echar a andar por el mundo descalzas.
Comentarios
Antonio
Antonio
Lo mejor que he leido en bastante tiempo.
Me pareció fantastico este ensayo sicoantropologógico.
Te felicito, creo que está mejor que lo que escribía en su mejor momento Isabel Allende.
gracias.
Saludos positivos, Mirta
Me lo leí con mi principe azul...ay perdón, conmi piloto azul.
Vilma