ADOPTADA LEGALMENTE
Las imágenes de la profesora que dos años atrás
me dio clases de ciudadanía en la biblioteca pública de la ciudad, desfilaron todas
por mi mente, sus palabras retumbaban como martillazos en mi cabeza, sólo en
ese momento comprendí la verdadera causa de mi renuncia a aquellas clases, ella
me recordaba a alguna profesora de mi infancia, inquisidora e inflexible que parecía
deleitarse imponiendo la ley del temor entre sus alumnos, y que nos dejaba
durante el recreo arrodillados con los brazos en cruz como castigo porque las
cosas no se hacían a su particular manera.
De repente aparecí en aquel edificio, como teletransportada
por la confusión de la muerte. En una enorme y más bien solitaria sala de
espera, me senté lo más cerca posible de la puerta donde alguna figura
imponente mencionaría mi nombre para que yo le siguiera hasta una oficina donde
la realidad se enfrentaría con mis temores. Sostuve el mudra jñana con una perseverancia asombrosa durante
los 45 minutos que me separaron de la entrevista que definiría mi ciudadanía
norteamericana, obteniendo finalmente una tranquilidad que me permitió
recuperar el dominio sobre mi misma.
Ella pronunció mi nombre en un perfecto inglés
sin acento y me recibió con una enorme sonrisa, me pareció mágico que se
llamara “Angelita” (así en diminutivo) y me encontré de nuevo con aquella niña
que padeció de un miedo irracional a los exámenes mientras la agente de
inmigración me hizo la entrevista empezando por la que se supone es la parte
final, para terminar con la confirmación de datos personales. Aunque la mayoría
de quienes han tenido esta experiencia antes, aseguraban que la entrevista no podía
durar más de 10 minutos la mía duro mucho más que eso.
El día del juramento de bandera, mientras veíamos
el primer video que nos pusieron con los testimonios a lo largo de la historia,
de extranjeros que se han convertido en ciudadanos, desfilaron por mi mente
estos 11 años que he vivido en este país y comprendí que literalmente yo volví
a nacer aquí. Como lo digo en una parte de mi monólogo “llanto a mi misma” en
Estados Unidos fue el país donde por fin me sentí cómoda en mi propia piel,
donde no he tenido que darle explicaciones a nadie del porque camino diferente,
ni del porque pienso, me visto y actúo diferente, donde todo lo diversa que soy
es respetado como si toda yo fuera una religión que aunque no tiene feligreses
es respetada. Alguien decía en estos días que uno elige ser diferente en un
entorno donde todos son iguales por pura necesidad egótica, no obstante no fui
yo quien decidió ser diferente, nunca me sentí así, de no ser porque mi entorno
me marcó y me etiquetó de diferente, nunca me entero de que lo era.
En este país he podido hacer con mi vida todo lo
que he querido y que alguna vez pensé que me sería imposible. Y tengo que
admitir que me emocioné hasta los huesos y que lloré de emoción mientras juraba
bandera, porque no todos tienen la oportunidad de nacer dos veces en una misma
vida y en países diferentes. Por eso, aunque hice el juramento que todo nuevo
ciudadano hace, yo hice otro juramento personal, que es el de no quejarme ni
expresarme mal de la manera como se hace
política en este país, de la misma manera que me abstengo de hacerlo con mi
país natal, porque pienso que hablar mal de nuestros dirigentes es como hablar
mal de la madre de uno, porque estoy convencida que tanto como elegimos los
dirigentes elegimos la madre (en el plano del alma a la madre)
Salí de aquella sala a refugiarme en los brazos
de la estatua de la libertad a quien (parafraseando a Calu Lema) he abrazado
desde que nací la primera vez en esta encarnación muchos años antes de que una
Angelita legalizara el parto que Carlos Madrigal y Rosita Díaz tuvieron cuando
me parieron por segunda vez en este país.
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