EL SICARIO


Cada noche el ritual era puntual, ella tejía el saco que alguien de la familia usaría después, mientras tanto en la casa de al lado, su vecino a quien apenas si veía cuando coincidían en el buzón de correos, afinaba las armas, limpiaba el gatillo antes de empezar a disparar como siempre.  Al principio a ella le molestaba el ruido de aquellas balas, pero con el paso del tiempo se fue acostumbrando, después se fue familiarizando, uno se familiariza con todo, hasta con la muerte. Después se sorprendió amando aquel ruido que ya no le parecía estruendoso y pudo engañar a su imaginación para no pensar más en la sangre que seguramente corría debajo de la puerta, después de todo ¿la pena de muerte no es legal en algunos estados? Quizá su vecino sólo hacía justicia, vaya uno a saber cuántos malos esposos cegaba con su gatillo engrasado, cuántas mujeres adulteras y cuántos malos padres o malas madres se movían en su péndulo del bien y el mal. Le pareció entonces que su vecino sólo era un niño grande jugando  a ser un pequeño dios.
Llegó a amar tanto el sonido de aquellas balas que se creó una sincronía perfecta entre el número de muertos de la noche, y el punto cadeneta y cruz de su tejido, y eso le ayudaba a conseguir una macabra perfección en sus costuras, así tejedora y sicario trabajaban arduamente cada noche en labores similares: ella le daba muerte al hilo para darle vida a una nueva prenda; y el sicario le daba muerte a su aburrimiento matando gente en su Xbox a falta de no poder hacer lo mismo con la sociedad por la que tanto desprecio sentía.


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