EL EXORCISTA
Antes de menstruar por
primera vez, me llegaron varios libros educativos al respecto, recuerdo en
especial un librito pequeño, con unas fotografías preciosas de una bella mujer
que narraba como llevar “esos días” sin mayor traumatismo, hizo el efecto
esperado, la menstruación dejo de ser una preocupación más para ser un momento
ansiado y esperado por mí. Aunque cuando me llegó, ni yo me parecía físicamente
a la protagonista de la revista, ni tener el período era tan luminoso como ella
lo describía, excepto por la sensación de poder que me otorgaba el sentirme
mujer y saberme finalmente equipada para dar a luz a un bebé. En la revista no
describieron ni remotamente los cólicos menstruales y la incomodidad que
generaban las toallas sanitarias de los setentas que parecían una almohada y
que yo no sabía como me la iba a acomodar entre la ropa interior sin que el
pueblo entero se diera cuenta que yo estaba en los días.
Por supuesto eran épocas
en que uno no hablaba de la menstruación, como ahora, eso era reserva del
sumario, la gente lo sabía sólo si era estrictamente necesario, ahora las
mujeres le dicen a cualquier desconocido en el supermercado “¿Me deja pagar
primero? es que estoy como una llave y tengo un cólico que no me lo soporto” y
uno ve la cara del sujeto ante la ilustrativa imagen de una llave goteando
fluido menstrual por todo el supermercado.
En estos días en una
clase de actuación me acordé de este episodio de mi vida, cuando me pidieron
improvisar un monólogo recreando un tema cualquiera, y no sé porqué recordé
este en especial y como lo que nunca me imaginé es que la llegada de mi periodo
menstrual constituyera un problema para poder ver a mi padre cada fin
de semana, como lo había hecho todo ese tiempo desde que lo habían llevado
preso. Pues ese marcaba el momento en que una mujer debía exponerse a las
exhaustivas requisas vaginales y anales en la prisión y que siempre me
parecieron denigrantes, cuando veía a mi madre exponerse a ellas. Me imagino la
vergüenza que ella debió sentir al tener que exponerse no sólo ante la
guardiana de seguridad sino ante las demás mujeres, ya que entraban de cinco en
cinco a la misma habitación donde debían retirarse los pantalones y pararse en
cuatro apoyadas en un muro de cemento que servía de asiento, mientras la mujer
de la requisa quien usaba unos guantes quirúrgicos, introducía sus dedos dentro
de la vagina de las mujeres y después dentro del ano, buscando algún
dispositivo con drogas. Para las mujeres vírgenes la requisa no incluía la penetración
de los dedos, pero si una panorámica de los genitales que me producía una
mezcla de vergüenza con humillación porque en una parte de mí me sentía
violada, con el tiempo tendría que probar aquellos dedos penetrando mi vagina,
sin licencia de ginecólogas, y sin atracción sexual de por medio, y siempre me pareció
una de las cosas más detestables de las visitas a mi padre, al punto que
algunos compañeros de prisión de él, le tenían prohibido a sus esposas
visitarlos, por no exponerlas a las requisas.
Yo en plena adolescencia |
En mi clase de actuación
tuve la oportunidad de recrear aquellas imágenes y de gritar lo que en aquella
oportunidad no pude hacer, también pude exigir que se me respetara mi intimidad
y mi derecho a exhibir mis genitales sólo con quien yo eligiera y no por obligación
y como parte de una normatividad que se me antoja absurda.
Aunque sólo fue actuación
estoy encontrando en el teatro una poderosa herramienta de liberación personal
y de crecimiento espiritual, porque las historias escenificadas lo transforman
a uno. En el escenario se revelan nuevas verdades que dejamos pasar de largo
cuando estuvimos inmersos en la experiencia misma, es un viaje a universos
paralelos que de alguna manera siguen viajando a nuestro lado, o que quedan
confinados en ese sótano llamado inconsciente tomando formas que muchas veces
se nos salen de control.
El escenario nos muestra
opciones, soluciones, alternativas, es como un lienzo donde el actor puede
crear la obra que le de la gana, el escenario es el exorcista que nuestros
demonios necesitan, es el laboratorio donde experimentamos y verificamos que
somos alquimistas de nuestra propia vida. Pero lo más maravilloso que sucede en
el teatro es que podemos dejar ser ellos mismos a los demás, a nuestro pesar,
porque reconocemos la temporalidad de la escena y de la obra. Lo mismo sucede
con la vida, es temporal, pero no obstante nos apasionamos tanto con las malas
experiencias y las perpetuamos de tal forma, como si la vida física fuera
eterna, es cuando comprendemos la inutilidad de esa lucha por querer
transformar a los demás a nuestra manera, porque interferir en los procesos de
los demás y de la vida misma es de alguna manera abortar nuestra experiencia
humana. Estoy pensando que las experiencias no resueltas hay que llevarlas al
escenario, porque allí se resuelven o se quedan y nos dejan de perseguir.
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