LAS FACETAS DEL AMOR.


Llegó de Colombia la madre y la tía de uno de mis amigos, así que fui al aeropuerto con él a recibirlas, a impregnarme un poco de ese amor que las madres y algunas tías saben dar, desde que las vi percibí esa fuerza de la maternidad de la que algunas mujeres somos dotadas (orgullosamente me incluyo) esa naturaleza nutricia que no se cansa de alimentar a los suyos, casi pude percibir en sus maletas el olor a cocina, como si su peculiar sazón  pudiera trascender la exquisita fragancia en que venían sumergidas de pies a cabeza, me quedé observándolas como si fuera la primera vez que las veía y me maravilló su apariencia personal impecable, perfectamente vestidas y maquilladas como si acabaran de salir de casa.

Al llegar a la casa de mi amigo, llegó la apertura de maletas, la repartición de regalos, que habían sido cuidadosamente pensados antes de ser comprados y cocinados: tamales, arepas de masa con chicharrón, un maíz característico para una receta que planean preparar en algún momento, y todos las golosinas típicas de Colombia que ellas sabían que a mi amigo le fascinan, caminaban de la habitación a la cocina con una alegría indescriptible y cargadas de  bolsas, como si en cada producto que estaban trayendo se estuvieran dando ellas mismas.




Pensé en la magia de este tipo de momentos, y me alegró saber que no pasan desapercibidos a mis sentidos, me maravillé con aquellos regalos, porque es algo que solo las madres suelen hacerlos, de inmediato me remonté a la casa de mi madre, a mis llegadas a Cali y como encontraba la casa abarrotada de todo lo que me gustaba, mi plato favorito siempre era la cena del día en que llegaba, ella siempre supo cual era mi vino favorito y lo compraba, con todo y la tragedia que fue para ella aprender a reconocer ese tipo de vino en el almacén la 14 de Cali,  estaba al tanto de cada detalle que yo disfrutaba, algo que sólo la buena maternidad hace posible. Extrañé a mi madre y no tanto a las cosas que me daba, sino a la simbología de esas cosas y de ese acto, que no es otro que la infinita devoción de una madre que siempre cuidó de mí, incluso cuando pensaba que era yo quien cuidaba de ella, porque muchas veces desde su cama de enferma, cuando iba a cuidarla, ella solía llenar a la empleada de instrucciones acerca de cómo cuidar de mí, y de que alimentos preparar, ni siquiera las circunstancias más adversas le arrebataron ese don de madre del que siempre gozó.

A pesar de que en nuestra sociedad el amor es más bien condicional, o quizá gracias a que lo es, es que personalmente he valorado tanto el amor incondicional de mi madre y de aquellas madres que han consagrado un porcentaje importante de sus vidas a cuidar de sus hijos, y de los hijos de sus hijos. Considero esa una de las herencias que mi madre me legó. Ahora yo no tengo quien sepa de memoria mis gustos culinarios, ni cuide de mí, ahora soy yo la abuela que guarda celosamente la información acerca de los gustos culinarios de mi hija y de mis nietos, ahora soy yo quien es recibida con alborozo cuando aparezco con arepas paisas y cuando preparo sancocho de costilla en casa de mi hija, y seguramente que ellas sienten lo mismo que yo sentía cuando mi madre aparecía con sus deliciosos platos que tantos años le costó aprender a  cocinar; y cuya única motivación para hacerlo llevaba mi nombre.

Debora y Matilde madre y tia de mi amigo.


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