EN DEFENSA PROPIA

Aquella vez fui a un campamento, todos los que íbamos al paseo éramos amigos, o al menos nos conocíamos de antes, sólo había un hombre de unos 21 años que no conocíamos y que era primo de una de las chicas que había ido al paseo, y quien era la novia de un gran amigo mío. La primera noche que llegamos hicimos una fogata para que nos diera calor ya que el lugar era bastante frío, y nos reunimos alrededor de la fogata a contar historias, yo me acosté con la cabeza puesta sobre el regazo de un amigo y doblé mis piernas dejando al descubierto parte de mis muslos, el hombre desconocido por todos estaba silencioso y empezó a calentar una varilla de metal que nos servía para remover la leña caliente, me pareció que había puesto la varilla demasiado tiempo sobre el fuego y que parecía estar inmerso en un monólogo interior que no lo dejaba participar de la conversación. A decir verdad el tipo me parecía extraño y me producía cierta desconfianza. De repente el hombre retiró la varilla del fuego y atravesó la habitación viniendo directo hacia mí y sin que pudiéramos hacer nada por impedirlo dado lo sorpresivo de los hechos y la agilidad de sus movimientos;  puso la varilla completamente caliente sobre el dorso de mi muslo derecho, yo grité ante el dolor tan agudo que me produjo la quemadura y uno de los chicos que estaba allí se lanzó sobre él y sostuvieron una pelea donde ambos resultaron lastimados, el interrogante colectivo era porqué lo había hecho, pero el hombre jamás nos respondió la pregunta, ni siquiera porque estuvimos obligados a compartir el mismo espacio durante dos días más con él.

No ha sido la única vez que he sido físicamente atacada, alguna vez una mujer celosa estuvo a punto de cortar mi rostro con un vidrio, de no ser porque la policía llegó justo en ese momento.



Hay algo en común en éstos episodios y es que jamás me he defendido, es como si tuviera una incapacidad para hacerlo, más que eso, los pensamientos que tengo en ese momento en que he sido atacada, nunca son de supervivencia, es como si mi instinto de supervivencia se apagara, o como si simplemente no se activara en mí. Lo siguiente que pasa es una incapacidad para sentir rabia con el otro, y mi dolor emocional que de hecho se produce no es un dolor personalizado sino un dolor colectivo, no me duele ser la persona atacada, me duelen todas las personas atacadas del mundo, no me duele ser atacada por un desconocido, me duele que hayan desconocidos que lo atacan a uno y uno se queda sin saber porqué.

En este orden de ideas he concluido que no estoy a la altura de lo que muchos llaman dignidad. Todavía no he conocido el odio en su más cruda expresión, todavía no siento deseos de castigar a la gente por sus malas conductas, quizá porque accedo al dolor del verdugo, el porqué no lo sé, a lo mejor estuve en su situación alguna vez. Quizá porque sé que las peores marcas se las llevan los atacantes, quedan tatuadas en esa zona donde la culpabilidad y el remordimiento hacen más daño, porque esa piel no seca, esa piel no cicatriza, esa piel no admite banditas para cubrir heridas, en esa piel no entra el agua oxigenada, no se puede suturar, esa piel queda expuesta todo el tiempo y es con frecuencia más lastimada que las heridas que le dejan a uno en el cuerpo.

Sé que he elegido este tipo de experiencia porque mi alma tiene el reto de saber si el odio ante el ataque es más fuerte que la comprensión, cada vez que he sido físicamente atacada reconozco que por duro que haya sido se queda pequeño ante lo que descubro de mi misma en esa dinámica. Y cada vez que he sido atacada, mi pasividad y mi capacidad de comprenderlo todo lastima más a mi atacante que si lo odiara. Estoy agradecida con aquellas personas que me han brindado esta experiencia, en el plano del alma estoy segura que me aman mucho para hacer semejante voluntariado. Pero sobre todo estoy infinitamente agradecida por poderlo ver de esta forma.


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