LA SEGUNDA MATERNIDAD
Cuidar
de los nietos es algo que pocas abuelas quieren hacer porque para la mayoría no
es una opción sino una situación en la que la vida las pone en contra de su
voluntad, en otras palabras una obligación, e ignoran que poder hacerlo en
realidad es un lujo, por lo que la mayoría se quejan de estar muy viejas y de
haber terminado cansadas de cuidar de sus hijos para hacerse cargo de los
nietos, por eso cuando fui bendecida no con una nieta sino con un segundo
nieto, no lo pensé dos veces antes de asumir el reto de cuidar de ellos. De la
misma manera que quise cuidar a mi hija durante siete años, quise tener la
experiencia de cuidar a mis nietos, quizá porque siempre quise tener muchos
hijos y nunca los tuve; entonces quedó
ese vacío que la vida buscó llenarlo a través
de mis nietos.
Mi nieto
varón de 7 meses llora demasiado, en realidad nunca había estado cerca de un
bebé que llorara tanto y que demandara tanta atención como este, a menudo y
justo en el momento mas álgido del día, los dos lloran al mismo tiempo (mi
nieta tiene 29 meses) y dado que el llanto de mi nieto es tan agudo y
exasperante me he sentido tentada a perder el control, entonces recuerdo que
soy la adulta que está al mando, no una tercera bebé a cargo de otros dos
bebés, priorizo atenciones y me preparo sicológicamente para soportar el llanto
del niño si es que él no es prioridad en ese momento porque sé que llorará
hasta que lo levante en brazos. Siempre (a menos que tenga hambre) sus
problemas se terminan en mis brazos, y de inmediato esboza una sonrisa que hace
desaparecer el mal recuerdo de sus gritos perturbadores.
A menudo
me pregunto si las niñeras que no tienen ningún vínculo familiar con los bebés
que cuidan tienen la misma paciencia que yo tengo con mis nietos, si podrán
sobreponerse a esos momentos en que todo luce tan caótico y no conseguimos
saber la procedencia de su llanto o de su descontento. Cuando esos momentos me
alcanzan comprendo porque muchas abuelas no quieren cuidar de sus nietos, es
verdad que es un trabajo arduo y que demanda mucho de uno, pero está el otro
aspecto que es el contribuir a que una nueva criatura se abra paso en la vida,
a ver como sus etapas van siendo superadas lentamente y como pasan de una fase
a otra, es lo más parecido a ver el mágico proceso de una semilla convirtiéndose
en fruto, ver la evolución de su voz, como pasan de sonidos guturales
misteriosos a vocablos pequeños que desciframos por arte de esa combustión mágica
entre la imaginación y el amor, para luego convertirse en palabras que ellos
usan a su peculiar manera y ver como se van apropiando del lenguaje y van
formando sus propias frases.
Mi nieta
por ejemplo sigue hablando de si misma en tercera persona, no ha conocido el YO
por lo que todo lo que pide, no lo pide para ella sino para Samantha y a mi me
sigue pareciendo una mágica manera de hablar de si mismo, al punto que en su
presencia hablo su mismo idioma.
Tras
terminar una jornada de trabajo con ellos, reflexiono mucho sobre este rol de
cuidar niños pequeños, de los músculos emocionales que uno tiene que ejercitar
cuando se dedica a este trabajo y siempre me pregunto si todas las niñeras
estarán interesadas en ejercitar estos músculos o si las mueve sólo su instinto
de supervivencia ejerciendo un trabajo para el que posiblemente no tengan alma.
Yo tengo
almacenada en mi memoria a mi primera nana, que se llamaba Agripina, una mujer
de color, grande y robusta, que alguna vez le dio la vuelta a un trozo de piel
de mi brazo izquierdo hasta arrancarlo y producirme un huequito que sangraba
copiosamente, corrí hasta el patio de la casa donde mi madre sembraba
hortalizas, y donde ella estaba arrancando unas cebollas largas y le dije “esa
mujer grande de la cocina me pellizco” ese recuerdo llega a mi siempre con el olor
de la cebolla recién cortada y el olor de la tierra abonada de aquellos tiempos
que poseía una belleza indescriptible, mi madre me condujo a la cocina y le
hizo el reclamo, y la mujer que estaba
sentada comiendo su enorme desayuno le dijo a mi madre que no le hablara hasta
que no terminara de desayunar.
Quien
sabe que le hice yo, porque para variar y como suele pasarnos con la mayoría de
las disputas recuerdo claramente todo lo que ella me hizo, pero no lo que yo
hice para que ella reaccionara así. A menudo esa experiencia viene a mi memoria
y es la misma que me detiene cada vez que siento el impulso de levantarle la
voz a mis nietos para que dejen de llorar, pero sobre todo me detiene el saber
que si grito para que ellos no griten, estaré perdiendo el tiempo y las
habilidades como educadora.
Esta
etapa a pesar de ser la que más trabajo físico tiene, la más intensa y la que
más satisfacciones nos produce, es también la más corta, en menos de lo que
pensamos la flor ha dejado de ser semilla y está lista para hacer su mejor
papel en este mundo, entonces nos deleitamos percibiendo su delicioso perfume y
observando el resultado de una flor que fertilizamos diariamente con el uso de
dos ingredientes básicos: paciencia y amor, dos temas de los que se habla tanto
y tan fácil, pero que llevar a la práctica es una batalla diariamente librada,
nunca una guerra ganada.
La otra
vez tuve un pequeño accidente doméstico y me lastimé la boca y la nariz, fue más
el dolor que las secuelas del golpe, no pude contener el llanto y mi nieta se
apresuró a darme su cobija favorita y su chupo para que no llorara, me pidió
que me acostara en su cama y empezó a leerme sus cuentos, me sentía muy extraña
del otro lado de la cama, por lo que le
hice un video para compartir. Al final terminé llorando de la felicidad de ver
que mi semilla se había convertido en una pequeña flor cuya primera lección
aprendida es cuidar de los demás.
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