SANANDO A JULIETA.


Julieta contaba con ocho años y cinco meses de edad cuando en  una madrugada tuvo que vencer sus temores, tomar valor de donde no sabíamos que lo tenía para sacar a su madre de una habitación de hotel en un charco de sangre menstrual  y llevarla a un hospital rural donde los recursos para salvarla eran mínimos. Después Julieta no tuvo tiempo para experimentar el terror de la noche, ni el miedo a perder a su madre; y con ese valor que nos anunciaba que sería una guerrera de grandes batallas,  la metió en un auto viejo, conducido por un hombre desconocido en medio de la noche y se la llevó a Medellín (Colombia) al hospital San Vicente de Paúl.

Aunque ya había visitado antes la ciudad, ésta fue la primera vez que ella tuvo que desenvolverse sola en una ciudad que le parecía un monstruo comparado con el pueblo donde ella vivía, donde todo el mundo se conocía y uno podía contar con un ábaco el número de habitantes. Preguntando aprendió a tomar buses para ir a las oficinas del seguro médico de su madre y conseguir las firmas que autorizaban una histerectomía de emergencia. Estuvo junto a su madre dos largas semanas cuidando de ella mejor de lo que cualquier adulto lo hubiera hecho, adoptó un restaurante a cinco cuadras del hospital donde siempre comía para economizar el dinero de su madre que ella administraba temporalmente porque en el hospital la comida era más costosa. Aprendió a guardar el dinero en una bolsa de tela pequeña atada con un gancho a su ropa interior para protegerlo de los ladrones; y desarrolló una agudeza en sus sentidos asombrosa para detectar los ladrones y evadirlos. Con el paso de los días la dueña del restaurante le regalaba el postre, maravillada por la valentía de la pequeña Julieta, quien además era hermética y reservada y no le había contado su situación a la mujer.

Nadie nunca supo del terror que recorría cada una de las células de su cuerpo cuando caminaba aquellas cinco cuadras sola, seis veces al día, sobre todo al caer la tarde, y como se sentía victoriosa y sobreviviente cuando llegaba a su destino a salvo.  Para una niña andar sola y salir ilesa en una ciudad como Medellín Colombia es una odisea que muy pocas pueden contar.

La soledad nunca fue tan cruda y real para ella, como aquellas semanas en que tuvo que aprender a ser adulta a temprana edad, y quizá fue por esa misma situación que ella terminó bien emparentada con la soledad al punto que hoy en día la disfruta como el manjar al que pocas veces tiene acceso.

Julieta, era el nombre que mi madre siempre quiso ponerme, y con el que me llamó durante los primeros diez años de edad, en rebeldía porque el sacerdote arbitrariamente me cambió el nombre durante mi bautizo. Dicen los que estuvieron en la Floresta, el pueblo donde fui bautizada, porque mi madre no fue al bautizo porque estaba guardando dieta (los 40 días de cama después del parto) que cuando el cura leyó el nombre que mi madre había escrito en un papel,  él lo escondió en su sotana y sentenció un Luz Dary que quedó en todos mis documentos .

Epocas en que aún era Julieta.


Así que cuando yo tenía ocho años y cinco meses de edad, asumí prematuramente mi rol de adulta, para lo cual la vida ya me había preparado dos años antes, cuando por fuerza mayor la vida me impuso labores que no le eran propios a una niña, no hay nadie a quién culpar, en cambio si puedo agradecer al universo por haberme puesto en un laboratorio prematuramente para que pusiera a prueba mis dotes de alquimista.

La adversidad de mi niñez nos unió a mi madre y a mí de una manera maravillosa, construimos un lazo afectivo que aún ahora casi tres años después de ella desencarnar me cuesta creer que ese lazo se haya disuelto y que la cómplice y la compañera de batallas que siempre tuve, ya no esta aquí para hacerle frente a la vida a mi lado.

En estos días en que me he sentido realizada profesionalmente y en que la vida me sonríe como nunca me imaginé que lo fuera a hacer, pienso a menudo en Julieta, en esa niña que también fui y que intuyo que sigo siendo en algún universo paralelo, porque aunque lo único que tengo es agradecimiento por la confianza que mi alma depositó en mí al encomendarme grandes pruebas que son las que me han convertido en la persona que soy ahora, a menudo veo aparecer a Julieta en mi camino y le permito llorar a través de mis ojos lo que no lloró en aquel entonces, puedo ver sus heridas de aquella época en que no me tenía para abrazarla, para llorar con ella y ayudarle a sanar aquellas heridas, porque a pesar de todo los niños siempre quieren ser niños, y Julieta no lo fue, quizá por eso, aprovecha esos encuentros conmigo y con mis nietos para jugar lo que no pudo jugar entonces; y quizá por eso aunque use disfraces de adulta con frecuencia, ella sabe que es la manera como la vida le compensa los juegos que no tuvo cuando era una niña jugando a ser adulta.

Fotografía de Pedro Izstin fotógrafo canadiense en su trabajo sobre la niña interna

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Felicidades Julieta. Me dejas tanto que pensar

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