HUELLAS EN EL ALMA.
Aunque ya he pasado 10 semanas santas en USA, aún me sigue asombrando que un país entero (y seguramente muchos más) se sustraigan a una celebración como la que marcó mi infancia y de alguna manera mi vida. Creo que lo que sé de los rituales y mi pasión por ellos se lo debo a la semana santa, en la cual crecí inmersa de pies a cabeza siendo como fui educada bajo la religión católica. A pesar de que siendo una niña la semana santa era un pretexto más (y quizá el mejor del año para mi madre) para estrenar ropa, se respiraba un ambiente diferente en aquellos días de pueblo donde todo olía a velas, a inciensos de iglesia y a ese aroma tan singular del aceite con que ungían al santo sepulcro.
De mi madre aprendí que el jueves y el viernes santo eran los días más santos del año, esos días en casa no sólo se ayunaba de carnes, sino que no se escuchaba música y no había más placer que el de leer (a Dios gracias nadie supo que ese era mi verdadero placer) el vestido nuevo estaba aplanchado sobre mi cama a primera hora del día a pesar de que la ceremonia de la última cena siempre era a las tres de la tarde, por lo que cuidar de que el vestido permaneciera limpio y en buen estado hasta esa hora formaba parte del ritual del día, mi madre hablaba poco en líneas generales, pero esos días lo hacía menos, y no solía recibir visitas ni hacerlas, decía que esos días no se podía chismosear y no se podían tener relaciones sexuales a riesgo de quedar pegados en el acto por el resto de la vida, algo que alguna vez deseé que me pasara cuando fui presa del poder de mis hormonas a manos de un buen compañero de cama.
El viernes santo habían más ceremonias a las cuales asistir siendo mi favorita la de las siete palabras, en el pueblo la recreaban y era como estar en la filmación de una película, siempre lloraba en las dos últimas palabras y al terminar la ceremonia sentía que había llorado por todas las veces en que me había reprimido, lo que me hacía sentir tan desahogada.
El sábado santo era el día de recogimiento en casa, donde sólo podía escuchar música clásica, como “sacrificio” por el luto de la muerte de Cristo, seguramente que si mi madre hubiera sabido que era mi música favorita me hubiera sometido a escuchar vallenatos que son los que para mí han significado un verdadero “sacrificio” escuchar. Siempre recuerdo con nostalgia la semana santa de los pueblos de aquellas épocas, donde se respiraba un ambiente realmente sacro, la gente si lucía con intenciones de cambio al menos por una semana y había un clima de tranquilidad que aunque era netamente religioso, invitaba a la reflexión y a la quietud.
Con el tiempo nos movimos a ciudades donde la semana santa era otra cosa, pero en nuestra casa, la semana santa seguía intacta, muchas veces pensé que era más un estado del ser de mi madre, que una fecha, me parecía maravilloso que existiera un pretexto para que al menos por un par de días al año no se pudiera chismosear, enjuiciar y condenar a nadie. Una cosa si cambió para mi con el tiempo: modifiqué muchas creencias acerca de la semana santa, sobre todo las creencias que vienen de miles de años atrás, las que mi madre me inculcó, me gusta seguirlas manteniendo porque son de alguna manera un ritual que me recuerda que mi compromiso con el mundo y conmigo misma es ante todo reunirme con lo mejor de mí, con mi verdadera esencia. Es inevitable que durante esta semana, mi madre tome vida en nuestras conversaciones, lo que me hace pensar que cada ser humano deja su huella en el mundo, algunos dejan huellas que la sociedad venera a través de la fama y el reconocimiento mundial, otras dejan huellas en lugares invisibles a los ojos del mundo, como en nuestro corazón y nuestra alma, mi madre dejó en mi corazón ese tipo de huellas que me he rehusado a borrar y que me recuerdan de que materia prima estoy hecha.
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