INFIELES DE CLOSET.
Yo también fui de las que jure jamás meterme con un hombre casado y finalmente me metí con uno, no hay nada para justificar este hecho, y tampoco es algo que pretendo hacer, las brujas no pedimos ni le debemos explicaciones a nadie, pero aprendemos y saboreamos de nuestros brebajes existenciales que cocemos lentamente con el fuego de cada experiencia, de cada sinsabor y de cada picante que toca nuestras vidas.
Aunque aparentemente el era un hombre exitoso, y tenía ese tipo de artefactos (autos convertibles y otros frutos de la sociedad de consumo) que necesitan los hombres en la crisis de la edad media para garantizar estatus y una seguridad que de todas maneras no están dispuestos a dar a las mujeres, pero que usan para atraparlas, no tardé mucho en conocer el fondo de este hombre. Un alma solitaria que había llegado al matrimonio más por que el tren lo estaba dejando para tener los hijos que le debía a la sociedad y a si mismo que porque creyera en la institución matrimonial como tal. Tenía sus hijos pequeños y aparentemente su mujer también ya de edad bastante madura, no conseguía sortear su situación como madre y como amante fogosa. Básicamente lo que él necesitaba era una compañera sexual que no le arruinara el frágil juego de naipes que había construido y que él llamaba familia. Y yo, sólo necesitaba quien apagara mi fuego sin que entorpeciera mis horas de lectura y escritura con llamadas a preguntarme si lo había extrañado, si me había gustado el último orgasmo, si quería verlo, con quien estaba y que planeaba hacer al minuto siguiente.
Así que me pareció que hacíamos un buen dúo al mismo tiempo que se me estaba dando la oportunidad de hacer labor social con aquel pobre hombre que padecía de abandono sexual por su atareada esposa. Confieso que me agradaba mucho la idea de ayudar a un matrimonio a superar esa fase de sequía sexual; y que me parecía que este pobre hombre no podría estar en mejores manos que en las de una mujer que no estaba buscando esposo ni una relación de compromiso en vez de una mujer hambrienta de afecto que estaba al acecho de que su esposa cediera su trono para ocuparlo.
Sólo que de eso la única que estaba segura era yo, él era preso de un delirio de persecución que solo existía en su imaginación, me imagino que producido por la misma culpabilidad que le generaba la situación, su desconfianza era evidente, y tomaba más medidas de precaución de las normales, a veces tenía la sensación de estarme acostando con un detective. No tardé mucho en comprender que este hombre era un infiel de closet, de los que estamos llenos y que curiosamente casi siempre coinciden con aquellos que más golpes de pecho se dan al respecto y que militan en las causas pro monogamia, y que condenan a las mujeres que como yo les hemos regalado un poco de placer y nada más. Experimentan un placer macabro acostándose con las mismas mujeres con las que se relacionan entre la admiración y el odio, por un lado nos admiran porque podemos ser lo que esperan sin complicarles la vida, pero por otro nos aborrecen porque no les complicamos la vida.
Los infieles de closet en el fondo quieren caos, quieren lidiar con situaciones emocionales difíciles que les hagan sentir toda la adrenalina en su cuerpo y el peligro inminente de perder sus relaciones para tener el placer de ser luego los salvadores, es como si tuvieran el complejo del héroe americano, necesitan que su nación esté amenazada para rescatarla y necesitan tener un enemigo aunque sea imaginario para combatirlo.
Eso fue suficiente para que yo saliera de allí antes de ser el enemigo combatido. Y el usó su poder de conquista para llevarme de nuevo al campo de batalla, pero nunca más quise entrar allí, porque entre otras cosas no me gustan las guerras, por lo que siempre estoy desarmada.
Yo quise salir de su vida elegantemente y conservar su amistad que valoraba junto con un resto de admiración que me quedaba por él, pero quien se da poco valor a si mismo siempre se encarga de que los demás tampoco se lo den, un día me pidió que lo sacara de mi vida, eso fue tras una conversación en donde lo confronté con su rol de infiel de closet, y como en mi caso era lo más antierótico que conocía, y lo que me había sacado de su cama.
La peor confesión que tengo es que no me fui de allí porque fuera casado, sino porque él me apagó el fuego con su doble juego, a veces el que juega con fuego no se quema sino que el fuego se le apaga.
Aunque aparentemente el era un hombre exitoso, y tenía ese tipo de artefactos (autos convertibles y otros frutos de la sociedad de consumo) que necesitan los hombres en la crisis de la edad media para garantizar estatus y una seguridad que de todas maneras no están dispuestos a dar a las mujeres, pero que usan para atraparlas, no tardé mucho en conocer el fondo de este hombre. Un alma solitaria que había llegado al matrimonio más por que el tren lo estaba dejando para tener los hijos que le debía a la sociedad y a si mismo que porque creyera en la institución matrimonial como tal. Tenía sus hijos pequeños y aparentemente su mujer también ya de edad bastante madura, no conseguía sortear su situación como madre y como amante fogosa. Básicamente lo que él necesitaba era una compañera sexual que no le arruinara el frágil juego de naipes que había construido y que él llamaba familia. Y yo, sólo necesitaba quien apagara mi fuego sin que entorpeciera mis horas de lectura y escritura con llamadas a preguntarme si lo había extrañado, si me había gustado el último orgasmo, si quería verlo, con quien estaba y que planeaba hacer al minuto siguiente.
Así que me pareció que hacíamos un buen dúo al mismo tiempo que se me estaba dando la oportunidad de hacer labor social con aquel pobre hombre que padecía de abandono sexual por su atareada esposa. Confieso que me agradaba mucho la idea de ayudar a un matrimonio a superar esa fase de sequía sexual; y que me parecía que este pobre hombre no podría estar en mejores manos que en las de una mujer que no estaba buscando esposo ni una relación de compromiso en vez de una mujer hambrienta de afecto que estaba al acecho de que su esposa cediera su trono para ocuparlo.
Sólo que de eso la única que estaba segura era yo, él era preso de un delirio de persecución que solo existía en su imaginación, me imagino que producido por la misma culpabilidad que le generaba la situación, su desconfianza era evidente, y tomaba más medidas de precaución de las normales, a veces tenía la sensación de estarme acostando con un detective. No tardé mucho en comprender que este hombre era un infiel de closet, de los que estamos llenos y que curiosamente casi siempre coinciden con aquellos que más golpes de pecho se dan al respecto y que militan en las causas pro monogamia, y que condenan a las mujeres que como yo les hemos regalado un poco de placer y nada más. Experimentan un placer macabro acostándose con las mismas mujeres con las que se relacionan entre la admiración y el odio, por un lado nos admiran porque podemos ser lo que esperan sin complicarles la vida, pero por otro nos aborrecen porque no les complicamos la vida.
Los infieles de closet en el fondo quieren caos, quieren lidiar con situaciones emocionales difíciles que les hagan sentir toda la adrenalina en su cuerpo y el peligro inminente de perder sus relaciones para tener el placer de ser luego los salvadores, es como si tuvieran el complejo del héroe americano, necesitan que su nación esté amenazada para rescatarla y necesitan tener un enemigo aunque sea imaginario para combatirlo.
Eso fue suficiente para que yo saliera de allí antes de ser el enemigo combatido. Y el usó su poder de conquista para llevarme de nuevo al campo de batalla, pero nunca más quise entrar allí, porque entre otras cosas no me gustan las guerras, por lo que siempre estoy desarmada.
Yo quise salir de su vida elegantemente y conservar su amistad que valoraba junto con un resto de admiración que me quedaba por él, pero quien se da poco valor a si mismo siempre se encarga de que los demás tampoco se lo den, un día me pidió que lo sacara de mi vida, eso fue tras una conversación en donde lo confronté con su rol de infiel de closet, y como en mi caso era lo más antierótico que conocía, y lo que me había sacado de su cama.
La peor confesión que tengo es que no me fui de allí porque fuera casado, sino porque él me apagó el fuego con su doble juego, a veces el que juega con fuego no se quema sino que el fuego se le apaga.
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