LA BAILARINA
Samantha es una bella mujer de escasos 22 años quien estaba bailando danza clásica en la playa, lo hacía mientras jugaba con un velo de colores que sostenía en sus manos y que parecía estar bailando con ella, me detuve a observarla a pocos pasos de ella, y observé a muchos bailarines allí: el viento, el mar, el velo y ella. Una emoción de proporciones enormes me embargó en aquel momento mientras veía un espectáculo (por el que usualmente uno paga una fuerte suma de dinero) completamente gratis y en un escenario natural y exclusivo para mí. Samantha bailaba como una diosa dejando muestra de lo que seguramente era el entrenamiento de muchos años de su vida. A pesar de que no podía escuchar la música que ella bailaba porque llegaba a sus oídos a través de unos audífonos, no era necesario, parecía que la música nacía a partir de sus movimientos y no al contrario; y que de alguna extraña manera la música llegaba a mí, porque el conjunto era perfecto.
Estuve completamente alucinada viendo el espectáculo sin percatarme del tiempo hasta que ella dejó de bailar y siguió su caminata. Fue entonces cuando decidí acelerar el paso para alcanzarla y hablar con ella, sentía que tenía que hacerlo, no podía dejar de pensar en la clase de espíritu que guarda alguien que es capaz de danzar con el mar de esa forma y que hace pleno ejercicio de su talento para compartirlo con la naturaleza.
Cuando le pregunté a Samantha si era bailarina profesional ella me respondió que solía serlo, e inmediatamente rompió en un llanto que obviamente había estado esperando por salir desde hacía mucho tiempo. No sabía como actuar frente a alguien que apenas conocía y que además es de una cultura distinta a la mía, no sabía si abrazarla estuviera bien para ella, pero era el único impulso que tenía en ese momento. Le pasé la mano por la espalda y empecé a darle toquecitos de esos que nos dan las madres para tranquilizarnos cuando somos niñas.
Después de dejarla llorar por un buen lapso de tiempo que se me hizo eterno, Samantha me contó que la razón por la que ya no es bailarina es porque tiene la enfermedad de cushing.
Me habló de los pronósticos médicos poco alentadores en su caso, pero mientras la escuchaba, en realidad oía a muchos médicos hablar de cuerpos enfermos, que creen que eso es lo único que somos, un cuerpo.
Empecé a hablarle de lo único que sé hacer porque creo con firmeza en ello, de los procesos de sanación que opera la supremacía de la mente sobre el cuerpo, del poder de la autosanación y de todo lo que he puesto en práctica en mi vida. Le hablé de mi propia historia y de la manera como he retado los pronósticos médicos haciendo uso de la confianza que tengo en mi ser superior y del poder de mi mente.
Luego de su regreso a New York donde ella vive, Samantha y yo emprendimos una estrecha correspondencia en la que yo le he trasmitido lo que se de mi propio proceso de sanación y la he puesto en contacto con teorías afines e instituciones que trabajan en el campo de la medicina mente cuerpo.
Un día Samantha no volvió a escribir más, y yo me temí lo peor, de eso pasaron varios meses, hasta hace unas semanas en que recibí una maravillosa carta en donde hizo particular énfasis en lo revelador que le resultó que yo la viera como una bailarina, había dejado de verse a si misma como tal solo porque los médicos y otras personas determinaban que ella no podía bailar más. Afirma que cada frase mía, le reiteraba que los limites de su profesión le pertenecían solo a ella, y a nadie más. Samantha ese día comprendió que su espíritu es el que baila mientras su cuerpo lo sigue. Finalizó su carta diciendo "me has ayudado más de lo que tú sabes".
A veces no somos conscientes de que somos sanadores en potencia, no necesitamos ser médicos ni enfermeras, ni trabajar en hospitales para sanar, a veces sanamos con una llamada telefónica, con una palabra a tiempo, con un encuentro que parece sin importancia, con una ayuda al desconocido así no haya reencuentro, no siempre sabemos de que manera estamos sanando a otros.
Yo no se si Samantha sobreviva a su enfermedad, por lo pronto somos dos almas protagonizando un intercambio de sanación, una cosa si sé, yo he comprendido que a veces la sanación no necesariamente se da en el cuerpo físico, a veces sólo usamos el cuerpo para que nuestra alma crezca, sin importar si para ello tenemos que dejarlo porque éste ya no le sirve al nuevo estado evolutivo en que se ha embarcado el alma.
Estuve completamente alucinada viendo el espectáculo sin percatarme del tiempo hasta que ella dejó de bailar y siguió su caminata. Fue entonces cuando decidí acelerar el paso para alcanzarla y hablar con ella, sentía que tenía que hacerlo, no podía dejar de pensar en la clase de espíritu que guarda alguien que es capaz de danzar con el mar de esa forma y que hace pleno ejercicio de su talento para compartirlo con la naturaleza.
Cuando le pregunté a Samantha si era bailarina profesional ella me respondió que solía serlo, e inmediatamente rompió en un llanto que obviamente había estado esperando por salir desde hacía mucho tiempo. No sabía como actuar frente a alguien que apenas conocía y que además es de una cultura distinta a la mía, no sabía si abrazarla estuviera bien para ella, pero era el único impulso que tenía en ese momento. Le pasé la mano por la espalda y empecé a darle toquecitos de esos que nos dan las madres para tranquilizarnos cuando somos niñas.
Después de dejarla llorar por un buen lapso de tiempo que se me hizo eterno, Samantha me contó que la razón por la que ya no es bailarina es porque tiene la enfermedad de cushing.
Me habló de los pronósticos médicos poco alentadores en su caso, pero mientras la escuchaba, en realidad oía a muchos médicos hablar de cuerpos enfermos, que creen que eso es lo único que somos, un cuerpo.
Empecé a hablarle de lo único que sé hacer porque creo con firmeza en ello, de los procesos de sanación que opera la supremacía de la mente sobre el cuerpo, del poder de la autosanación y de todo lo que he puesto en práctica en mi vida. Le hablé de mi propia historia y de la manera como he retado los pronósticos médicos haciendo uso de la confianza que tengo en mi ser superior y del poder de mi mente.
Luego de su regreso a New York donde ella vive, Samantha y yo emprendimos una estrecha correspondencia en la que yo le he trasmitido lo que se de mi propio proceso de sanación y la he puesto en contacto con teorías afines e instituciones que trabajan en el campo de la medicina mente cuerpo.
Un día Samantha no volvió a escribir más, y yo me temí lo peor, de eso pasaron varios meses, hasta hace unas semanas en que recibí una maravillosa carta en donde hizo particular énfasis en lo revelador que le resultó que yo la viera como una bailarina, había dejado de verse a si misma como tal solo porque los médicos y otras personas determinaban que ella no podía bailar más. Afirma que cada frase mía, le reiteraba que los limites de su profesión le pertenecían solo a ella, y a nadie más. Samantha ese día comprendió que su espíritu es el que baila mientras su cuerpo lo sigue. Finalizó su carta diciendo "me has ayudado más de lo que tú sabes".
A veces no somos conscientes de que somos sanadores en potencia, no necesitamos ser médicos ni enfermeras, ni trabajar en hospitales para sanar, a veces sanamos con una llamada telefónica, con una palabra a tiempo, con un encuentro que parece sin importancia, con una ayuda al desconocido así no haya reencuentro, no siempre sabemos de que manera estamos sanando a otros.
Yo no se si Samantha sobreviva a su enfermedad, por lo pronto somos dos almas protagonizando un intercambio de sanación, una cosa si sé, yo he comprendido que a veces la sanación no necesariamente se da en el cuerpo físico, a veces sólo usamos el cuerpo para que nuestra alma crezca, sin importar si para ello tenemos que dejarlo porque éste ya no le sirve al nuevo estado evolutivo en que se ha embarcado el alma.
Comentarios
Que hermosa historia, gracias por compartirla. Muy conmovedora.
Un abrazo,
Clemencia Huertas