EL DESTIERRO.
En el año sesenta y nueve mi padre fue detenido por las autoridades, mi madre que era profesora en Vegachí, una población del departamento antioqueño, fue destituida de su profesión por petición de los padres de familia, que no la consideraban digna de educar a sus hijos siendo la esposa de un presidiario. Mi madre apeló con un abogado por la restitución de su empleo, y luego de haber ganado el caso le notificaron que sería reintegrada a su trabajo pero en una lejana población si quería recuperar su empleo.
El salto de Guadalupe, población donde queda una de las centrales hidroeléctricas de las empresas públicas de Medellín, era el sitio al que sería enviada mi madre y que para todos constituía una suerte de castigo o de destierro. Sin otra alternativa a la mano para mantenerse y mantenerme, mi madre aceptó, vendió todo el patrimonio familiar que habían adquirido durante el matrimonio y emigramos al Salto de Guadalupe. Donde lo que nos encontramos fue una especie de paraíso anclado en una dimensión desconocida y de la que por suerte muy pocos sabían, porque de saberlo seguramente se habrían peleado por trabajar allí. A Dios gracias no existía facebook en aquella época.
Era un pueblo pequeño, donde sus habitantes trabajaban en la única fuente de empleo cercana, la central hidroeléctrica y los profesores estaban cubiertos por muchos beneficios de los que disfrutaban los ingenieros de las empresas públicas, por ejemplo vivíamos en la escuela que estaba acondicionada para que las profesoras que no tenían muchos hijos pudieran vivir allí, adquiríamos vales para mercado en la proveeduría, accedíamos a la sala de cine gratis, teníamos servicio de salud y viajábamos a Medellín y a las poblaciones cercanas en los vehículos de las empresas sin costo alguno. El sueldo de mi madre era prácticamente libre, lo que le permitió ahorrar para posteriormente iniciar de cero nuestra vida en donde ella decidiera radicarse una vez pasara el "castigo" que entre otras cosas nosotras no queríamos que terminara, porque cuando vivíamos en Vegachi, sólo podíamos visitar a mi padre en la cárcel una vez al mes, ya que entre los costos y la distancia tan enorme de Medellín no podíamos hacerlo más a menudo. En el Salto de Guadalupe, podíamos ir a visitarlo cada ocho días sin costo de viaje y en menos tiempo ya que estábamos a sólo cuatro horas de Medellín.
Cada viernes a las cinco de la tarde salía el bus de las empresas públicas para Medellín, con lo que los viernes eran una especie de festín para mi, acostumbrada a viajar en escaleras (comúnmente llamadas chivas) montar en bus era todo un acontecimiento, entre otras cosas aquellos buses eran muy cómodos y modernos para la época. Los domingos a las cinco de la tarde el bus regresaba de Medellín al Salto, con lo que los fines de semana para mí eran diferentes a los de las demás chicas de mi edad quienes permanecían en el Salto, porque no tenían a su padre en la cárcel. Así hice mis primeros pinitos en aprender a ver el vaso medio lleno.
Nunca he olvidado el sabor de las sopas que nos daban en la escuela, todas patrocinadas por las empresas públicas y la comida tan abundante y exquisita que comíamos, posiblemente durante toda mi infancia nunca me alimenté tan bien como durante aquellos años. Vivir en el Salto fue como sentirme parte de una elite privilegiada donde las cosas fluían con una facilidad asombrosa y donde teníamos acceso a más comodidades de las que podían acceder los citadinos. Entre otras cosas el sacerdote del Salto fue el único que jamás me sacó de su iglesia y que no me dio pretextos para no ir a su iglesia porque era más liberal que yo.
Recordar esta anécdota me hace pensar en los cambios y en que por muy traumático que haya sido para nosotros dejar la vida a la que nos habíamos acostumbrado aquella experiencia fue el inicio de una larga lista de aventuras en la que las mudanzas estuvieron vigentes en nuestra vida, nos hicimos gitanas sin tribu y aprendimos mucho sobre supervivencia material. Muchas veces se nos cerraron puertas, pero con el paso del tiempo mirábamos hacia atrás y siempre, pero siempre, verificábamos que aquella puerta nos hubiera quedado pequeña muy pronto y que fue mejor que se nos hubiera cerrado antes de entrar en ella. También aprendí que no todo paraíso tiene apariencia de serlo y no todo infierno tiene su demonio adentro ni arde en llamas como nos lo pintan. Si no hubiéramos sido desterradas de Vegachí, quien sabe si yo estuviera viviendo ahora en el lugar que vivo y teniendo la vida que yo misma he elegido, en vez de vivir la que otros hubieran elegido para mí.
El salto de Guadalupe, población donde queda una de las centrales hidroeléctricas de las empresas públicas de Medellín, era el sitio al que sería enviada mi madre y que para todos constituía una suerte de castigo o de destierro. Sin otra alternativa a la mano para mantenerse y mantenerme, mi madre aceptó, vendió todo el patrimonio familiar que habían adquirido durante el matrimonio y emigramos al Salto de Guadalupe. Donde lo que nos encontramos fue una especie de paraíso anclado en una dimensión desconocida y de la que por suerte muy pocos sabían, porque de saberlo seguramente se habrían peleado por trabajar allí. A Dios gracias no existía facebook en aquella época.
Era un pueblo pequeño, donde sus habitantes trabajaban en la única fuente de empleo cercana, la central hidroeléctrica y los profesores estaban cubiertos por muchos beneficios de los que disfrutaban los ingenieros de las empresas públicas, por ejemplo vivíamos en la escuela que estaba acondicionada para que las profesoras que no tenían muchos hijos pudieran vivir allí, adquiríamos vales para mercado en la proveeduría, accedíamos a la sala de cine gratis, teníamos servicio de salud y viajábamos a Medellín y a las poblaciones cercanas en los vehículos de las empresas sin costo alguno. El sueldo de mi madre era prácticamente libre, lo que le permitió ahorrar para posteriormente iniciar de cero nuestra vida en donde ella decidiera radicarse una vez pasara el "castigo" que entre otras cosas nosotras no queríamos que terminara, porque cuando vivíamos en Vegachi, sólo podíamos visitar a mi padre en la cárcel una vez al mes, ya que entre los costos y la distancia tan enorme de Medellín no podíamos hacerlo más a menudo. En el Salto de Guadalupe, podíamos ir a visitarlo cada ocho días sin costo de viaje y en menos tiempo ya que estábamos a sólo cuatro horas de Medellín.
Cada viernes a las cinco de la tarde salía el bus de las empresas públicas para Medellín, con lo que los viernes eran una especie de festín para mi, acostumbrada a viajar en escaleras (comúnmente llamadas chivas) montar en bus era todo un acontecimiento, entre otras cosas aquellos buses eran muy cómodos y modernos para la época. Los domingos a las cinco de la tarde el bus regresaba de Medellín al Salto, con lo que los fines de semana para mí eran diferentes a los de las demás chicas de mi edad quienes permanecían en el Salto, porque no tenían a su padre en la cárcel. Así hice mis primeros pinitos en aprender a ver el vaso medio lleno.
Nunca he olvidado el sabor de las sopas que nos daban en la escuela, todas patrocinadas por las empresas públicas y la comida tan abundante y exquisita que comíamos, posiblemente durante toda mi infancia nunca me alimenté tan bien como durante aquellos años. Vivir en el Salto fue como sentirme parte de una elite privilegiada donde las cosas fluían con una facilidad asombrosa y donde teníamos acceso a más comodidades de las que podían acceder los citadinos. Entre otras cosas el sacerdote del Salto fue el único que jamás me sacó de su iglesia y que no me dio pretextos para no ir a su iglesia porque era más liberal que yo.
Recordar esta anécdota me hace pensar en los cambios y en que por muy traumático que haya sido para nosotros dejar la vida a la que nos habíamos acostumbrado aquella experiencia fue el inicio de una larga lista de aventuras en la que las mudanzas estuvieron vigentes en nuestra vida, nos hicimos gitanas sin tribu y aprendimos mucho sobre supervivencia material. Muchas veces se nos cerraron puertas, pero con el paso del tiempo mirábamos hacia atrás y siempre, pero siempre, verificábamos que aquella puerta nos hubiera quedado pequeña muy pronto y que fue mejor que se nos hubiera cerrado antes de entrar en ella. También aprendí que no todo paraíso tiene apariencia de serlo y no todo infierno tiene su demonio adentro ni arde en llamas como nos lo pintan. Si no hubiéramos sido desterradas de Vegachí, quien sabe si yo estuviera viviendo ahora en el lugar que vivo y teniendo la vida que yo misma he elegido, en vez de vivir la que otros hubieran elegido para mí.
Vista del Salto desde la hidroeléctrica en el plan cortesia de Margarita Madrigal |
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abrazos!