LA VENDEDORA ESCOLAR
El domingo es el día de las madres, es inevitable que cada que llega ese día desfilen por mi mente muchos recuerdos de mi niñez. Las frustraciones más grandes que he enfrentado lo ha tenido que hacer la niña que duerme dentro de mí, cuando esos días se acercaban y el calendario parecía un caballo desbocado que me llevaba a toda prisa hasta esa fecha sin un regalo de madres, y ni hablemos de la culpabilidad que eso me generaba. Como mi madre era quien me daba la mesada diaria para el colegio, no me parecía un gran mérito ahorrar de su mismo dinero para comprarle un regalo, aunque cuando la fecha se acercaba me arrepentía por no haberlo hecho, así de grande era la presión social respecto a esa fecha. Todas mis amigas tenían hermanos, y para ellos parecía todo más sencillo, también tenían un padre en casa que les daba el dinero, pero yo estaba sola, a merced de mi misma y del dinero de mi madre, que tampoco era mucho. Cuando vivíamos en el Salto de Guadalupe, no habían muchos almacenes por lo que los regalos eran por cuenta del "cacharrero" una suerte de vendedor ambulante que llegaba por el pueblo una sola vez al mes y visitaba casa por casa para dejar su mercancía, era cuando uno deseaba vivir en la entrada del pueblo para alcanzar lo mejor que el traía. Con él nunca pude hacer arreglos de pago, pero con Don Ángel Pablo el propietario del único almacén del pueblo si, pero pronto desistí cuando comprendí que él estaba interesado sentimentalmente en mi madre, así que deshice el negocio que había hecho con él, por un juego de leones con sus cachorros de porcelana que costaba una fortuna para mi presupuesto y que tardaría un año exacto en pagar. Tampoco estaba la opción de hacer negocios de comidas en la escuela, porque las Empresas Públicas de Medellín protegían las escuelas como suyas y sustentaban alimentación en abundancia para los estudiantes: almuerzo y meriendas.
Fueron tiempos tortuosos en los que me refugiaba en la tarjeta hecha a mano y en guardar buen comportamiento, llevarle el desayuno a la cama a mi madre y eso debía considerarse mi regalo, aunque nunca estaba satisfecha con ése regalo y la culpabilidad atropellaba mi conciencia.
Después en Gómez Plata que era un pueblo más grande todo parecía más sencillo, la escuela era más grande y como no gozaba de la protección paternal de las Empresas Públicas de Medellín se podían hacer negocios. La venta del "cofio" (maíz tostado y molido con azúcar) y el misisijui" (azúcar refinada con anilina de colores) fueron por un par de años el negocio con el que me solventaba los regalos de madre, después el negocio fue creciendo y le ayudaba a Don Milo el señor de una de las tiendas de la plaza del pueblo a vender los bombones de coco en la escuela, obteniendo mis buenas ganancias. Pero me daba cuenta con el pasar de los años que la culpabilidad seguía vigente, ahora era doble culpabilidad por un lado porque no hacía negocios más grandes para obtener más dinero (de esa época datan mis fracasos como vendedora) y por otro lado porque los regalos que le compraba a mi madre siempre eran menos costosos u ostentosos que los de mis amigas. Ésta carrera nunca la gané, aunque planificara con anterioridad el presupuesto para el regalo de madres, siempre aparecía otra niña con un regalo mejor que el mío, lo que me producía una culpabilidad enorme por no poder darle a ella lo que se merecía, porque para mi ella ha sido la mejor madre del mundo.
Debo decir que eso tardó mucho en desaparecer, aún siendo adulta, aquella niña herida y culpable aparecía en la esquina de mis recuerdos haciéndome reclamos, y exigiendo más, parecía insaciable. Por éso no me gustan mucho éstas fechas, y por éso para mí personalmente como madre no ha sido algo de lo que espere mucho, no sólo por liberar a mi hija de lo mismo por lo que yo pasé, sino porque he comprendido que el mejor regalo que una madre pueda recibir de sus hijos siempre se lo di a mi madre, ella quizá no supo como decírmelo, pero lo importante es que yo lo pude averiguar y ahora disfruto de saber que aunque no tenga con que comprar un regalo para ella, yo he sido su mejor regalo, y con éso es suficiente, tanto como para mi lo ha sido mi hija. De éstas experiencias aprendí algo vital: a ver el vaso medio lleno, luego de comprender que durante mucho tiempo había estado viendo el vaso medio vacío.
Fueron tiempos tortuosos en los que me refugiaba en la tarjeta hecha a mano y en guardar buen comportamiento, llevarle el desayuno a la cama a mi madre y eso debía considerarse mi regalo, aunque nunca estaba satisfecha con ése regalo y la culpabilidad atropellaba mi conciencia.
Después en Gómez Plata que era un pueblo más grande todo parecía más sencillo, la escuela era más grande y como no gozaba de la protección paternal de las Empresas Públicas de Medellín se podían hacer negocios. La venta del "cofio" (maíz tostado y molido con azúcar) y el misisijui" (azúcar refinada con anilina de colores) fueron por un par de años el negocio con el que me solventaba los regalos de madre, después el negocio fue creciendo y le ayudaba a Don Milo el señor de una de las tiendas de la plaza del pueblo a vender los bombones de coco en la escuela, obteniendo mis buenas ganancias. Pero me daba cuenta con el pasar de los años que la culpabilidad seguía vigente, ahora era doble culpabilidad por un lado porque no hacía negocios más grandes para obtener más dinero (de esa época datan mis fracasos como vendedora) y por otro lado porque los regalos que le compraba a mi madre siempre eran menos costosos u ostentosos que los de mis amigas. Ésta carrera nunca la gané, aunque planificara con anterioridad el presupuesto para el regalo de madres, siempre aparecía otra niña con un regalo mejor que el mío, lo que me producía una culpabilidad enorme por no poder darle a ella lo que se merecía, porque para mi ella ha sido la mejor madre del mundo.
Debo decir que eso tardó mucho en desaparecer, aún siendo adulta, aquella niña herida y culpable aparecía en la esquina de mis recuerdos haciéndome reclamos, y exigiendo más, parecía insaciable. Por éso no me gustan mucho éstas fechas, y por éso para mí personalmente como madre no ha sido algo de lo que espere mucho, no sólo por liberar a mi hija de lo mismo por lo que yo pasé, sino porque he comprendido que el mejor regalo que una madre pueda recibir de sus hijos siempre se lo di a mi madre, ella quizá no supo como decírmelo, pero lo importante es que yo lo pude averiguar y ahora disfruto de saber que aunque no tenga con que comprar un regalo para ella, yo he sido su mejor regalo, y con éso es suficiente, tanto como para mi lo ha sido mi hija. De éstas experiencias aprendí algo vital: a ver el vaso medio lleno, luego de comprender que durante mucho tiempo había estado viendo el vaso medio vacío.
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Carlos Dario