LAS VÍRGENES DEL DESNUCADERO

Cuando era adolescente, las madres de mis amigas me adoraban, sabían algunos datos de mí y me saludaban cada que llegaba de visita a sus casas, nuestra interacción era escasa. La percepción que tenía de las madres en aquella época era muy pobre, pensaba que las madres nos veían insignificantes y que estaban obsesionadas con nuestra virginidad, por lo que las recomendaciones cuando salíamos siempre tenían que ver con las consabidas advertencias acerca de las consecuencias de perder la virginidad, que eran básicamente dos: quedar embarazada o, en el mejor de los casos, el pretendiente tomaría lo suyo y daría media vuelta abandonándonos. Recuerdo a una en especial que siempre nos gritaba antes de salir “cuidadito con irse a dejar llenar la barriga de huesos” y yo apretada mi risa para liberarla en la calle.

El punto es que las madres de mis amigas tenían una imagen muy equivocada de mi sobre todo porque mi aspecto físico no era en lo absoluto el de una mujer que anduviera por ahí buscando novios, mas bien era la chica introvertida que se mantenía detrás de los libros, y sólo por eso ellas me entregaban toda su confianza y su afecto, pero una vez entablaban una conversación cercana conmigo y se enfrentaban a mis garras, me sacaban por la puerta de atrás de sus casas y la amistad con sus hijas se terminaba. Por eso mismo la mayoría de mis amigas eran a escondidas de sus madres y quizá por eso aprendí a tener mas amistades del sexo masculino que del femenino, las madres de mis amigos jamás se escandalizaban con mi mentalidad tan liberal.



Recuerdo una amiga en especial, a quien llamare Omaira, yo sentía un afecto inmenso por ella, y su madre la sobreprotegía, pero con la basta información que tenía de mí me había idealizado lo suficiente para ganarme su confianza al punto de que sólo la dejaba salir conmigo a todas partes. Omaira y yo nos convertimos en las mejores amigas que todo lo hacíamos juntas, ella era una de las que recibía todo el entrenamiento acerca de no “fracasar” como mujer y convertirse en madre soltera. Una vez mientras almorzábamos en su casa, su madre empezó a darnos consejos acerca de la famosa virginidad y todos las medidas de seguridad para resguardar semejante tesoro. Yo empecé a incomodarme y a revolverme en mi asiento, cansada como estaba de escuchar hablar del mismo tema en todas partes. Entonces le pregunté a la madre de Omaira si ella realmente pensaba que su hija sólo era una vagina virgen, la mujer abrió los ojos descomunalmente y me hizo que le repitiera lo que había dicho, pero su pedido era mas una amenaza que intimidaba para que yo olvidara el tema, que el deseo de escuchar de nuevo la pregunta, pero yo con las piernas heladas por el temor que en aquel entonces uno confundía con respeto, le aclaré la pregunta, diciéndole que no entendía porque ella estaba tan obsesionada con ese tema, si Omaira era una chica muy brillante que tenía otros atributos por los cuales un hombre se podía fijar en ella, que personalmente pensaba que no todos los hombres estaban buscando vaginas vírgenes y que las mujeres jóvenes también teníamos un cerebro pensante que ofrecer y con ese mismo cerebro podíamos decidir cuando darle fin a la virginidad que finalmente era algo tan intimo. Las últimas palabras de esta disertación las terminé de decir en la puerta de la calle, mientras la madre de Omaira me insultaba y me llamaba liberal y otras cuantas palabras que por censura no podría escribir aquí. Y no volví a ser amiga de Omaira durante unos nueve años. Recuerdo que tenía que pasar por su casa para tomar el bus, y Omaira fingía no conocerme para no saludarme, y eso me dolía, sobre todo porque cuando hablábamos siempre nos prometíamos que no dejaríamos que nadie nos arrebatara la libertad; y ella se la estaba dejando arrebatar, no la de dejar de ser virgen, sino la de no poderme hablar y la de no ser mas mi amiga.

Si, ser uno mismo a temprana edad en mis tiempos era muy difícil, siempre veía a mis amigas fragmentadas teniendo que ser unas en casa y otras completamente distintas en la calle. Nos comieron el coco con la bendita virginidad y en el camino nos pusieron a esperar las benditas estrellas que nunca aparecieron el día que la perdiéramos, eso si, por amor y con el hombre con quien habíamos atravesado el umbral de la iglesia antes que el de la alcoba. El día de la pérdida de la virginidad se consituyó en un martirio para cada una de mis compañeras quien una a una contaba su experiencia en dos versiones, una de bolsillo y otra de lujo, la de bolsillo era la real, la cruda, la corta donde no habían desfilado ningunas estrellas sino unos demonios gigantes que le habían arrancado gritos de dolor y no de placer precisamente; y la versión de lujo era la que nos habían vendido, la de la tierra prometida después del altar. Llamamos a la pérdida de la virginidad el desnucadero, la mayoría llegaban al desnucadero mas llevadas por la rebeldía y la curiosidad que por el deseo de hacerlo, alguna vez una de ellas nos dijo que pensaba que el orgasmo era imaginar la cara de pánico de su madre si lo supiera, y que si había algo a lo que ella temía era a que ella se enterara, no por el castigo, sino porque ya no tendría una imagen que detonara su orgasmo; y todas nos reímos, pero recuerdo que me pareció que mi amiga era muy sabia cuando había llegado a esa conclusión.

En todas estas aventuras del desnucadero siempre me sentí particularmente conectada con la sabiduria de la mujer, con esa alma salvaje que todas tenemos, y aunque mis amigas tuvieran una vida fragmentada recuerdo que en medio de todo las admiraba porque eran tan fuertes en lo que era una apariencia de debilidad, y aunque llegaran a su primera vez por razones distintas al amor, recuerdo que tenían plena conciencia de ello, era como arrebatarle un trozo de verdad a sus madres y eso las redimía y muchas veces las unia más a sus madres porque conocían la procedencia de sus miedos y por lo tanto de sus desatinos.

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